lunes, 26 de marzo de 2012

LA CUESTIÓN ESTÉTICA Y PRELUDIOS SOBRE LA BELLEZA EN UN TIEMPO CRUEL.



Por Vicente Zito Lema


I. Legitimidad y urgencia del arte.

El espíritu de la época se obstina con su realidad: para que los actos del mal ocurran también se precisa de una estética, sea que los cuerpos del martirio social se arrojen a las aguas, se profanen en un basurero o se humillen por Thánatos en el medio de la calle.
De allí que se agudice la dictadura del pensamiento que impone a palos la finitud opacada  de la historia y el abandono de los grandes relatos, que anticipan y resguardan las epopeyas de la criatura humana. La contracara triunfante es un obsceno estilo de vida, que deviene, entre otras cosas, en la hipocresía reluciente del artista adaptado (o castrado), que se pavonea en los bordes de la angustia ante la crueldad del mundo, pero no deja de reproducirlo, con una complicidad que linda la perversión, mientras se lame su dorado ombligo con aires de Don Juan, y engendra la inexorable confusión de la belleza con la muerte, sea literal o metafórica, siempre de «buenos modales», aún cuando lave su lengua en un campo clandestino o en un burdel.
Urgidos por el  pudor del náufrago que sobrevive al naufragio, conscientes del privilegio de integrar el discurso de resistencia social y a la par romántico del arte (o sea: sobre el escenario de las Masacres del Poder –expuestas o veladas, jamás asumidas– pulsar la cuerda amorosa que sublima las tristezas y las pérdidas del alma, y despreciar la conversión de la belleza en mercancía de éxito, jugando la partida de ser en la existencia a todo o nada), alegamos con más precariedad que certeza por la necesidad de la verdad –histórica y social– en el proceso de construcción de la belleza, como esencia e inmanencia de la vida, en una época donde la ferocidad del poder aviva la muchedumbre cotidiana de desgracias.
Se trata de la decisión, profundísima, de instalar una génesis contestataria de la belleza (véase una sombra dionisíaca a contrapié del orden apolíneo), en su convulsión dialéctica. Una belleza de la sospecha para la verdad, el peligro como estética y la desesperación nutriendo la ética final, que se alza sobre la experiencia dolida o feliz del otro, experiencia que sentimos como propia y así la revivimos, siempre apasionados.
Una belleza marcada con hierro en las montañas de la libido, que condena la mansedumbre del buey, orina sobre el lecho donde la paz duerme en los brazos del esclavo e interroga sobre el sufrimiento del sufriente. Una belleza que ata y desata, que mueve y conmueve, que se vale de los balbuceos y los silencios, la ira y los rezos hasta consumar el grito que demuela. (La serenidad y la contemplación se dejan para los muertos en el fin de la contienda.)
De una voluntad por develar los pliegues de la realidad, que fue lírica, y que hoy sin renegar de los celestes del cielo se asume apostrófica (como el piso del chiquero perlado de sangre y excrementos, que espanta a los ángeles de la pesadilla, y que el poder nos desafía a transitar), nacen los cantos de pasión por la belleza, siempre agitada, estremecida, en su vastedad de géneros y en su multiplicidad dramática; son su aurora.
Pasión por la belleza, eterna en su origen, y más que agónica, liberadora, en tanto no ceda el combate entre la luz y las tinieblas y aceptemos ser fieles como artistas a una exaltada poética de la existencia, que no admite dudas ni titubeos: obliga a quemar las naves.
A caballo de las visiones, las imaginaciones y las experiencias en la misma vida (en lo irrenunciable de esa vida, en lo que no se representa ni delega), hablamos de una ansiedad de luz,  entendida como razón poética,  y de una praxis tan redentora como subversiva, que no renuncia, en la urgente necesidad del que se ahoga, a castrar las manos del verdugo. Paroxismo de la conciencia, belleza al fin, frente a la oscuridad profunda –tan cruel como pertinaz, la impía­– con que la muerte, en las fronteras del olvido, disfraza nuestro tiempo ante las almas extraviadas por el mismísimo dolor...
...Cada mañana la mañana / pálida y aún frágil / abre los ojos de la mañana que espera...

2. Los preludios a la belleza.

Primer preludio

El universo es una diáspora de finitudes y es un concierto de silencios; diríase un espasmo de azahares con pétalos de luz en el inicio y en el fin. El universo es materia de suspiros que estremecen, que mueven el aire y besan sin pudor los pies de la belleza.
La belleza se pavonea a sus anchas entre las nubes, se siente feliz, se sabe alagada y las nubes sin origen no dejan de latir, igual que una brizna del estío, perpetua en el vaivén de los brazos que la abrazan…
La belleza, inmaculada y gemida estuvo en el principio, fue el motor que mueve a las nubes, sigilosas, presurosas, puro páramo que desechó el abrigo, vacío de las palabras, sombras del signo… La belleza fue un regocijo celeste y nos reúne; la belleza púrpura nos ilumina, allí lejos, en el espacio sagrado donde los ojos renacen… Nunca habrá oscuridad en el paraíso perdido…
Sin la belleza –he ahí el cielo y he ahí las nubes– no existiría el alma humana. La belleza es el sustento del alma, también su testimonio… Más aún: el alma humana (o sea: el alma en su cuerpo, no el alma en el alma, no el alma en la naturaleza, no el alma en los dioses y en sus ángeles), es un alma que existe para que exista la belleza, para que no se derrumben, inútiles en su soledad, los cielos y sus nubes.
Sí, hay un alma que responde a la necesidad de la belleza, como hay una belleza en las nubes y en el cielo (ese cielo que nace cuando cerramos los ojos, penosos de tanta pena en la tierra), que da sentido a la vida y poesía más que azar al universo…
¿Cómo, entonces, esa liviandad de la razón mientras se separan las almas y los cuerpos, tan rápidos como las yeguas en celo, sobre las pampas del verano? ¿No se envilece así el cuerpo y agoniza el alma en los vacíos tormentosos de su vacío yermo, sin oportunidad de belleza?
¿Hablar del alma humana como espacio de la belleza en el orden de lo real, cuando lo humano del alma es una totalidad destruida hasta el hartazgo, fragmentada y lastimada como ese polvillo celeste, esa incandescente gracia de los astros moribundos que devora la noche jamás saciada en la vastedad del infierno?
¿Quién recuerda, ahora que la luz manchada de una tarde hostil se agita, el comienzo y las razones de esta historia sin tiempo, en cruel y obstinada naturaleza de perversión que vivimos y reproducimos, como si tan sólo fuera una partitura que espera a un ángel para que pulse la lira? ¿Quién memora, cuando la noche arriba entre bocanadas rancias de humo y de sangre, el rosario de martirios y vejámenes que huelen a eternidad, igual que una peste, con la mayor parte de la humanidad sufriendo la maldita sed y el maldito hambre, navegando en la nave de los poseídos por los ríos sin agua, sin peces, sin belleza? ¿O no hay una humanidad obligada a sobrevivir fuera de sí y de la humana belleza, porque el cuerpo tampoco ya es humano, sacrificado en los basurales, convertido en estatua de sal entre los páramos oscuros, donde jamás alumbra la estrella de la mañana y hasta la belleza misma es una pasión de tristeza, más que triste, lúgubre, más que lúgubre, cayendo como lluvia de ácido sobre la desnudez sin límites de la desnuda pobreza…?
Oh, sí, miremos, quizás extenuados, quizás aterrados, pero miremos –por días, por años, por siglos– a una muchedumbre en el desvarío y en esa soledad que anida en la soledad quejada de los cuerpos más que ajenos, enemigos… Una muchedumbre en la desesperación y en el dolor, petrificada  –con brutalidad, con alevosía…–  en la agonía perpetua del peor de los exilios… Extravío y pesadilla del destierro que pagan y pagarán con usura los cuerpos; fuera de sí, tan lejos de su alma; fuera de sí, tan lejos de la belleza; fuera de sí, tan lejos de la vida, como si solo la vida viviera en la muerte…
Como escritura en ese cielo que se eleva desde el último cielo; como escritura en esas nubes donde llora perdida nuestra muerte, podremos leer: la belleza será de todos, o lo humano de la belleza jamás sucederá.

Segundo preludio

Los antiguos dioses –esos dioses que comían en las mesas de los hombres– nos legaron la posibilidad: que la belleza diera rostro y pusiera palabra a lo más profundo de la desesperación en el viaje sin navío de la vida.
Así arrimaron a nuestras bocas, para siempre, uno a uno, todos los granos de arena de un desierto atroz: el alma humana. (Espacio de la angustia, música para la agonía…)
También urdieron un desafío, que sigue vigente: ¿Cómo gritar, cuando el dolor excede los límites del cuerpo, sin destruir el silencio que da sentido a la vida…? ¿Cómo resucitar la vida sin pasar por la muerte, que quita en vida el sentido de la existencia…? ¿Cómo conocer la luz sin mácula del cielo, y el paso de danza de esas nubes siempre niñas, si las imágenes murieron en el inicio de la evocación, envenenadas de ira por la ausencia del amor…?
De allí en más la soga queda tensa., muestra sus manchas moradas…  De allí en más la paradoja enseña su mascarada cruel: la soga que levanta la mano que acaricia, es la misma soga que golpea de la mano del amo sobre el cuerpo del esclavo; que merece serlo porque no tiene alma, que no tiene alma –le dicen– porque desconoce la belleza, esa belleza que nace entre los sueños, esos sueños que el cuerpo humillado por los golpes ya no podrá tener, porque el sueño del esclavo es cortar la soga que lo anuda y atarla, crudamente, en el cuello de su amo, hasta que llegue la noche y después el día…
De allí en más: ¿Queda belleza para la alegría, o ya no habrá alegría ni belleza? ¿Los cielos de la belleza fueron sepultados por las tierras del dolor? ¿Las nubes de la alegría fueron ahuyentadas por los vientos de la justicia, mientras la justicia abría sus ojos para llorar?
¿Quién devolverá a los cuerpos sin alma, saqueados en su alma y en la alegría, la belleza que ya no fue belleza cuando debió ser…?

Tercer preludio

Hoy sabemos, sin saberlo acaso más allá de la espuma liviana que alzan los ríos del dolor, que todas la cuestiones de belleza, las mínimas y las mayores , en el fulgor o en la sombra, las endebles y las férreas, las que queman y las que apagan, nos envían raudamente  -en tanto crisis de conocimiento y ansiedad de resolución- hacia un ser, una criatura humana donde nace y donde muerte en perpetua continuidad la belleza; belleza como cuestión única e irrepetible, monada de las monadas si es que existe la perfección del universo.
Se trata aquí de una criatura humana que boga tras un destino, movida por los vientos del drama, atrapada en las redes de la tragedia, que en postrer esfuerza trepa, o sueña que trepa –tanto da, también es materialidad el sueño– hacia la cima del laberinto…
Se trata de una criatura humana que en la razón y la sinrazón, desde el sentimiento o a caballo de la idea primigenia, sólo atina, en su desesperación por develar la verdad de la belleza, a pedir socorro a la misma belleza. ¡Desnúdate ante mí!;  pareciera rogar, pareciera exigir.
Moviendo las hendijas de nuestro espíritu vemos, tras la línea de horizonte donde fallece el mar, a la criatura humana, al ser de la desolación de pie frente al cielo, por toda apariencia quieto,  en tanto silencio callado, ante semejante luz enceguecido, como si él también fuera una piedra que encierra en un alto agujero el movimiento sin fin, y que después de contar con los dedos todas las nubes rosadas, despiertas con el alba –una tras otra, despiertas–­, extasiado ante un orden de lo sublime que lo excede, cierra sus ojos igual que el infinito, y se expande en la noche hasta que la noche lo envuelve, y protegido en el misterio, fundido en el  hierro crepitante del misterio, saca a luz su alma, como si su alma fuera un sol…
Hoy sabemos, en el desafío que brota de las angustias sabemos, decidimos saber –precarios, temerosos, igual a los tumbos dispuestos–, que aún los seres angélicos, que tienen por usos y costumbres los actos declarados del bien, sólo pueden sacar a luz el alma cuando la comunión de todas las almas ocurre, cuando cada ser se regocija en el amor de otro ser. (Aún si el otro ser, por momentos turbios, alza un cuchillo, como si fuera la primera estrella de la perfectísima bóveda, así de inocente en su desvarío, así de poseído por un amor del otro que no entiende, por una belleza celeste que no da respiro…).  
Hoy sabemos que cada cuerpo merece, luminoso, sudado, erguido tras la dura faena de la suya creación, convertirse en la digna casa de su alma. Ocurrirá cuando todas las almas dueñas de su alma, y por tanto poseídas por el esplendor sin bordes de la poesía, elijan el mundo de la belleza; belleza como el bien supremo, finalidad de sí y en sí, destino del cielo en el vértigo de la tierra, primacía de las nubes andantes en el tropel de nuestra emociones; belleza para que cada criatura humana por igual pueda reír sin migas de temor, corrido de las penumbras que lo ahogan, como ahoga una luna de sangre.
Belleza del reír; ¡oh, sí!, belleza apasionada en la alegría que subvierte el orden y la quietud de todas las muertes, una a una todas las perfectísimas muertes. Belleza crispada y convulsiva del amor y del reír; ¡oh, sí, reír! del feo rostro de la muy arpía señora, ese ilustre desconocida de labios tan fríos, tan vacíos… Condenada por la belleza del cielo, por el dulce andar de fiesta de las nubes,  a reptar y reptar  en las mismísimas cloacas de la ciudad… (¿O acaso la muerte conocerá el vaivén que conocimos en el vientre de nuestra madre, tendrá el rostro que gritaba en nuestro nacimiento, así como sucedió en el sueño del espanto sin fin…?)

Cuarto preludio

Mientras la belleza ocurre en las planicies del cielo, aquí cerca a ras del suelo, más que torpes las manos ciegas palpan la noche y se horrorizan…
Aquí, fas a fas, respirando cenizas, ya nadie habla de la belleza –sin violentar el alma de la belleza– con alegría y desenfado… Las nubes se alejan, arrastrando las lluvias, y su brillo se opaca entre músicas agoreras, perseguidas por los gruesos ladridos de extramuros…
Aquí, con los pies en la tierra –puro tufo de fango en el ahogo–, visiblemente desolados, hablamos de la muerte en el inicio de la vida, cuando la inocencia no tiene historia ni escritura, tan leve como el vuelo de la pluma del cisne, apenas agua de bautismo agazapada sobre la frente limpia… ¡Ah, inocencia de niños!, tan anterior, tan perdida, sin conocer la piedad, sin mover el destino, mientras el oleaje que va ya no regresa: sólo quedan las gemas del sueño de lo que fuera el reino de la belleza, entre las arenillas de la pesadilla…
Aquí, en la ciudad donde el oro y el dolo van de la mano (mordiendo la mano), mientras el dolor y el lodo también se empardan, ausente, más que pálida y degradada  la belleza, con su penacho de nubes, con sus brazos de escarcha, y presentes a borbotones los niños de la pobreza en el martirio de la vida y en el sopor agrio de las villas (¡sobre el oro polvoriento de la tarde se amontonan sus caras y sus almas!), descubrimos, subiendo a duras penas los médanos altos, que la perfección de los rojos del ocaso ya no sirven de consuelo; tampoco redimen las penas, cuando la conciencia arde en la ciudad pasada de agua, pasada de dolor, pasada de muerte…
Por encima de los olorosos tilos y los ásperos pinares; por arriba de una maraña de cables clandestinos, de usuras pontificadas; más allá de los carteles luminosos que desnudan en la procacidad de su lujo y de su fiesta de mercado la precariedad sin gozo ni deseo de la miseria; por fuera y bajo fondo de los techos de chapas, rotos, siempre rotos, groseros y piadosos de tan rotos, sostenidos ante el viento por gomas ya quemadas, por piedras ya arrojadas, y por cuanta cosa sea que remita a la fealdad extrema de la miseria extrema (¡sí, basta de ensuciarnos  la boca con verdades de medio pelo: en la miseria no hay belleza!); sin que medien dioses, ni ángeles, ni héroes victoriosos, podemos ver (¡abran los ojos y vean!), desnudo, ¡atroz de desnudo!, que el pecho pobre/de la madre pobre/junto al hijo pobre/de llanto pobre/, es todavía la pública señal que clama vida en el orden arrasado del universo. (¡Oh, sumisa precariedad!, ¡puerca paciencia…!) Aún así, irreductible, mientras todo se cae a pedazos, la noche duerme en la ciudad, ajena y sin belleza…
Aquí, arrasados de recuerdos, pálidos bajo el cielo que titila, tras un fuego convertido en puro fuego, y ante tal fuego más que ciegos, vemos a la muerte atroz del hambre que vela y espera a las criaturas sin nubes, sin cielos, sin clemencias, sin auras… Esa muerte que extiende su bienvenida en las puertas del mismísimo infierno; ese infierno que alguien llama humanidad y no es mucho más que el último sudor de los muertos…
¡Ya entrarán allí!, parece decir la antigua voz de los dioses sin añoranzas. Esa voz sin malicia, puro espanto, que en el final solloza, quebrada, igual que un espejo cuando descubre las sombras, esas sombras que despiden los restos de la belleza…
Ya no hay luz ni silencio y a bocanadas se ahoga la soledad… También ahogada duerme la belleza en su propio rocío…
Los dioses yacen en el olvido con sus pies helados. Ya nadie recuerda que alguna vez nos besaron en la frente los ángeles, mientras soñábamos con la eternidad  en el lecho de la belleza…

Post Scriptum

Ahí tienes, toda la noche y las soberbias sombras ante tus ojos… ¿Es en realidad la noche lo que buscas; es la música sin piedad de las sombras que se amontonan y te persiguen lo que anhelas, como si allí pudieras descubrir un trébol de cuatro hojas que calme tu corazón, agitado como los trenes a vapor de tu niñez? Debes saberlo: las negruras del firmamento son las almas muertas, almas que no supieron de la piedad y menos de la belleza… ¿O acaso dudas  que el sufrimiento del que nada tiene reniega a mordiscones de la belleza?
Mira otra vez el cielo, ha cambiado de repente y sin presagios, igual que un viento de mar. Las pequeñas luces que titilan y se alejan – sí, suavemente titilan y suavemente se alejan–, son las almas que esperan por nacer… Hay murmullos que lo anuncian… Ese rocío, tan leve, puede ser un adelanto de una mayor dicha, un arrullo… ¿Recuerdas cuando te estremecía la belleza…, no sofocaste por pudor más de una lágrima…?
Has vuelto a caminar por los suburbios más extremos, donde camina la pobreza, donde se amontonan las vísperas del mal morir, porque el hoy viene del ayer, y ayer también fueron las vísperas del mal morir… Nadie te pidió que vinieras, pero sos un hombre que envejece y aún quiere saber cómo alumbran las estrellas en la noche pobre de la pobreza… ¿O son los labios de la belleza los que tú buscas y besas, mientras la desesperación abre tu boca…? Recuerdas que tu madre te decía: las flores son para los muertos, ellos están solos, más que tristes… Deja que el silencio te acompañe. La noche de la pobreza no admite respiros…

PUBLICADO EN LA REVISTA ARTEXTO NUMERO 3.

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