viernes, 23 de marzo de 2012

FUGAZI O LA VERDAD DEL PUNK.





A fines de Agosto de 1997 Fugazi tocó en Buenos Aires en un lugar que se llamaba Superclub. Estaban los punks del ochenta, de la vuelta a la democracia, los skaters viejos de la rampa de ciudad universitaria, los nuevos militantes straight edge, los skins siempre confundidos, los universitarios de anteojos y camisa leñadora, los lúmpenes recostados en la vereda. Tocaron Massacre y Cienfuegos de teloneros. Rotman parecía HR, enjuto, hiperquinético, con los dreadlocks erizados como una medusa, quizá para el asombro de los treintañeros de Washington D.C. que habían crecido al amparo de Bad Brains. Para todos fue una fecha soñada, imposible de traer hoy a la memoria, como cualquier recuerdo de un momento abrumador. MacKaye y Picciotto estaban ahí parados, como dos pibes comunes de la esquina, con las guitarras calzadas y los micrófonos de pie adelante, para la incredulidad de un público que pronto se perdería en esa densa masa de mar de guitarras. 
Fugazi fue siempre de esos grupos que cargan con el peso enorme que los fanáticos depositan en ellos y que va mucho más allá de la música: una ética, un estilo de vida, una forma de entender el punk como política cotidiana y acción resistente. Tal vez lo que menos importa sean los cinco dólares de las entradas de los conciertos, el acceso irrestricto para menores de edad, el vegetarianismo, el discurso contra el alcohol y la droga, la leyenda de “$8,00 postpaid” en el sobre del cd, la negativa al merchandising, la independencia como dogma; o no, quizá la música no sería la misma tocada igual, nota por nota, sin esta filosofía que la impregna. Así como el lema de los Minuteman, “We jam econo”, describía su particular ascetismo como conducta moral y musical ligadas de modo inextricable (la van como unidad económica y las canciones de 30 segundos), “Don´t drink, Don´t smoke, Don´t fuck”, el estribillo del famoso tema de Minor Threat, resulta indisociable de la carrera artística de Ian MacKaye, como decir, estoy bien lúcido para pensar y tomar mis decisiones así que no me jodan. Consigna aplicable en primer lugar a la música, entendida como un territorio liberado. Extraña visión la de estos adolescentes que a principios de los ochenta destilaron un filosofía que servía para seguir siendo punks toda la vida. 
De ese grupo hardcore seminal que fue Minor Threat, surgieron dos de las mejores bandas de la escena post-hardcore, con estilos diferenciados pero con el fundamento común de traspasar el formato dominante del género, para llevarlo a un estadío imprevisible, Dag Nasty y Fugazi. Los sendos discos debuts, Can I say (1986) y 13 songs(1989), hoy son clásicos que brillan con luz propia en el catálogo de Dischord, el sello emblema de la independencia artística cofundado por MacKaye en 1980, que no firma contratos con los grupos que edita y les entrega el control absoluto del proceso creativo.
Pero antes, siempre, está la música. Para disfrutar a Fugazi nada más hay que apoyar la púa en el surco. Desde el primer EP se percibe que el bajo de Joe Lally y la batería de Brendan Canty son mucho más que la base rítmica del grupo. El bajo dibuja líneas melódicas —recuerda a veces al de Hook en New Order, como en “Long Division”—, incentiva al baile, transporta la canción, hasta que la batería la detiene en seco, intempestivamente, para reconstruirla al ritmo sincopado de una pieza funk o llevarla al paroxismo de las guitarras distorsionadas. En ese vaivén de la calma a la aceleración y la furia y de vuelta a la calma se traman las primeras composiciones. Loud, quiet, loud. La voz emotiva de Guy Picciotto tiene un fraseo característico que arrastra el final de las palabras hasta desgarrarlas. La de Mackaye está encendida y fluye como un río de lava.
Repeater es el disco clásico de la primera etapa del grupo. Imposible sustraerse al influjo de esta obra. Es un disco introductorio, creador de fanáticos, que ajusta los oídos para lo que vendrá. Cuenta Picciotto que esos primeros trabajos tenían cierta rigidez que les molestaba, y sólo con el tiempo fue cediendo a una expresión más espontánea y desestructurada; dice que recién en Red Medicine se sintieron realmente cómodos con lo que estaban haciendo. Este disco de 1995 marca un punto de inflexión, y aunque el arte de Fugazi nunca dejó de apostar al desafío y a la renovación, se hace evidente el riesgo que asumió la banda, en la experimentación, en la variedad de estilos entre temas, en la disonancia y la atonalidad, en la búsqueda de nuevos registros vocales, en el trabajo de estudio reconcentrado. Sigue siendo Fugazi, claro, aunque el tema “Version” tenga más reminiscencias del no wawe neoyorquino en la época famélica de Lydia Lunch con los Teenage Jesus and the Jerks, que del DC hardcore. 
En verdad la búsqueda constante de nuevas dimensiones sonoras acompañó a la banda durante toda su trayectoria, aunque muchos hallazgos queden circunscriptos al interior de esa cuarto de máquinas que es la sala de ensayos, como revela el disco lanzado como banda de sonido del documental de Jem Cohen, Instrument, que cubre los primeros diez años de la banda. Hecho con cintas tomadas durante los ensayos, en su mayoría instrumentales, y versiones en borrador de temas de End hits, Instrument tiene esa frescura de las piezas inacabadas y las ideas en bruto, de las vetas que se vislumbran debajo de un manto de roca.
En el 2001 Fugazi edita su último trabajo, The Argument, e inicia un hiato indeterminado que pone en duda el futuro del grupo. El disco muestra que MacKaye y compañía pueden dar de nuevo un salto adelante, y deja, hoy, un estado de añoranza por la historia trunca de un grupo devenido fuerza cultural, que entendió como nadie al punk rock como un espacio de desarrollo autoconciente, un área de exploración para toda suerte de ideas e impulsos no convencionales, por sobre la triste lógica del mercado.

(Publicado en Artexto, nº4, marzo de 2011)










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