viernes, 29 de noviembre de 2013

RON MUECK











Notas sobre Ron Mueck, por Robert Storr *




I

Quedan pocas dudas de que Ron Mueck se propone desconcertarnos. ¿Por qué otra razón su escultura sería como Alicia en el País de las Maravillas grande y pequeña a la vez? Bueno, podrá decirse que las esculturas tradicionales siempre han cambiado la escala real humana, y muchas veces esas variaciones han llegado al extremo. En sus bronces, efectivamente, los maestros del Renacimiento como Verrocchio miniaturizaron a David y más todavía al gigantesco Goliat. Excepción hecha de un mármol como el David de Miguel Ángel, donde el matador del gigante es gigantesco, mientras que la talla del ausente Goliat queda librada a nuestra imaginación. Bien hecho. Pero los maestros del Renacimiento y los académicos que siguieron su ejemplo estaban obsesionados con el ideal clásico, para el cual la proporción matemática lo es todo, mientras que el realismo o el naturalismo de la obra eran totalmente secundarios. Es cierto, obviamente, que la gran estatua de Miguel Ángel que está en la Academia viola ese ideal de proporción matemática, al punto de que la cabeza es absurdamente grande en comparación con el torso y la parte inferior del cuerpo. Sin embargo, esas distorsiones son un truco óptico empleado para compensar el achicamiento de las cosas vistas a la distancia. En el caso del David, eso representa todo lo que se encuentra por encima de la altura del observador promedio, lo que debido a la elevada base de la escultura, es virtualmente la figura completa, con la cabeza como el más digno y expresivo foco de atención. De ese modo, Miguel Ángel pensó la forma de revertir el escorzo tridimensional, agrandando lo que quedaba más lejos del observador.

Pero supongamos que alguno de esos dos David tuviese una piel finamente pintada de color natural, con todos sus matices y tonalidades subcutáneas. Imaginémoslos coronados por una cabellera de pelo humano, o al menos por una copia convincente. Y en cuanto a las facciones, enchufémosles la cara del vecinito de al lado, con su sonrisa pícara (Pinocchio), o pongámosle una mirada triste y sentémoslo en cuclillas en el piso, aunque su tamaño sea diez veces más grande que el natural (Boy). Si se trata de Goliat, nos bastará con recordar a ese hombre excedido de peso y algo monstruoso que vive aislado a la vuelta de la esquina, y que asusta a los chicos y hasta a sus padres simplemente por ser “como es” (Big Man o Wild Man). En pocas palabras, conjuren mentalmente un elenco de personajes totalmente comunes realizados con naturalismo extremo hasta el mínimo detalle, salvo por el hecho de que son demasiado grandes o demasiado chicos para ser reales. O conjúrenlos para descubrir que de hecho son de nuestro tamaño, pero sin embargo y de alguna manera demasiado reales —no me atrevo a decir “surrealistas” ya que el término ahora define más un estilo que el estado alucinatorio al que conduce una excesiva verosimilitud—, al punto de generarnos inquietud en su presencia, como las estatuas de cera o los cadáveres que han sido tan embalsamados que no osamos tocarlos, a pesar de lo muertos que están.

¿Y dónde quedamos nosotros en medio de esas extrañas presencias? Dos cosas son ciertas: estamos muy lejos del ideal clásico de la escultura, e igualmente lejos de su equivalente modernista en la abstracción idealista. De hecho, hemos llegado a un tipo de arte excéntricamente ilusionista, que solo puede florecer una vez que esos dos paradigmas han perdido su autoridad para tener cautivos, secuencialmente, a los artistas, los referentes del gusto y los aficionados del arte en general. Hemos ingresado en el terreno de la subrogación del trompe l’œil, de los sosías que inducen al error, de los gemelos grotescos. De hecho, estamos en medio de recordatorios sumamente desconcertantes de hasta qué punto es posible acercarse a duplicar la naturaleza y de hasta qué punto los resultados se apartan inexorablemente de la realidad.

II

La “pintura costumbrista” tiene mal nombre, y lo mismo le ocurre a su contraparte tridimensional. Y ese nombre se lo puso el siglo XIX. Antes de eso tenía buen nombre, y durante el barroco se contaba entre las vetas más vibrantes del arte sofisticado. Dicho sea de paso, ¿olvidé mencionar que el tipo de grotesco al que me refería antes también prosperó durante el periodo barroco? En la jerarquía de las vocaciones estéticas, la pintura costumbrista era la antítesis cotidiana de los modos heroicos de la pintura y el retrato históricos, y a los efectos de estas breves notas, dejo entre paréntesis la parte donde digo “y lo mismo ocurre con su contraparte tridimensional”, confiando en que el lector será consciente de que todo lo que yo diga en este contexto sobre la pintura, se aplica también a la escultura. La dialéctica del Barroco —y en menor medida la del Rococó— basculaba entre la exageración y la literalidad, entre lo innatural y lo natural, y dentro de esa dialéctica, la pintura costumbrista era la contraparte prosaica de las fantásticas especulaciones del grotesco.

Su tema era la vida común de la gente común: el ajetreo cotidiano, el regateo y el hurto en el mercado, el batifondo caótico y las riñas de la cocina, las intrigas amorosas y los besos robados entre criadas y mozos de cuadra, y para lograr un toque extra de hilaridad, la defecación y micción ubicua de animales domésticos que alguien siempre pisaba, sumado a alguna viñeta ocasional que muestra a las mismas personas haciendo “sus asuntos” donde nadie los ve. La pintura costumbrista permitía que la clase a la que pertenecían los mecenas pudiese echar una mirada a lo que ocurría tras bambalinas o en los márgenes exteriores de sus vidas cuidadosamente escenificadas. Y cuando esas obras se mostraron públicamente en los salones, como empezó a ocurrir regularmente a partir del siglo XVIII, permitieron que los miembros de las clases bajas (que rara vez eran las más bajas) se vieran a sí mismos en un espejo sostenido por y para los que eran “mejores”. Debido a esa dinámica social, la pintura costumbrista tendía con demasiada frecuencia a la condescendencia moralizante, la sentimentalidad moralizante, o descendía simplemente a lo folclórico burlesco, todo lo cual colaboró para que se ganara su mala reputación.



Sin embargo, en la mejor de las circunstancias, la pintura costumbrista se convirtió en un lente agudo que permitía observar sin prejuicios ciertas realidades de otro modo ignoradas, una oportunidad para describir la singularidad absoluta de cosas convencionalmente declaradas indignas de recibir atención seria por parte de las sensibilidades más elevadas. En resumidas cuentas, la pintura costumbrista fue el laboratorio del realismo en una época en que la verdad de las apariencias era mayormente un instrumento retórico, una manera de convencer al observador de que las cosas que nunca existieron, en realidad sí habían existido de algún modo. Así, las lecciones que se impartían por medios representacionales eran aceptadas como algo acorde con la forma natural del mundo, así como con las nobles aspiraciones del hombre y con la intención divina para con él.

En las hábiles manos de los maestros holandeses, como Bruegel el Viejo, Gerard ter Borch, David Teniers y Johannes Vermeer, junto a los maestros franceses, como los hermanos Le Nain, Louis, Antoine y Mathieu, y Jean Siméon Chardin, la pintura costumbrista hizo un registro vital y duradero de lo pedestre en sus cambiantes disfraces históricos, pero sobre todo de esos aspectos humanos que fundamentalmente nunca cambian. Mientras que la versión más kitsch o cliché de la pintura costumbrista es amada o despreciada por las mismas razones —estereotipada y “sentimentaloide”—, la misma categoría de arte tuvo logros innegables cuando fue practicado por artistas sin miedo tanto a la “banalidad” como al “sentimiento”, y en definitiva más preocupados por la frescura y la rareza incidental de lo cotidiano que con sus cualidades más obvias y “genéricas”. Retratar llanamente a una pareja de mediana edad en la playa, o a una pareja joven en la calle es hacer arte costumbrista —en el caso específico de la obra de Ron Mueck, más que de pintura, se trata de escultura costumbrista—, pero lo que más importa no es la designación formal de esa obra, sino cómo se comportan exactamente esas parejas, cómo se tocan sus cuerpos, ya que una mirada descuidada, en vez de una observación detenida, escondería las características significativas de su interacción. Y como ya deberíamos saber a estas alturas, Dios, o el Demonio, están en los detalles.

III

La historia del arte está llena de bebés. También llena de madres, y frecuentemente, como era de esperarse, vemos a uno junto a la otra. Está llena de gente muerta, que por lo general expiró dramáticamente por razones fácilmente identificables, pero hay menos gente anciana, lo suficientemente vieja como para verse visiblemente disminuida por la edad y por lo tanto capaces de recordarnos nuestro propio inexorable deterioro. Y por supuesto hay un buen número de cuadros simbolizando las Edades del Hombre, aunque los más horrorosos de entre ellos son los que muestran las Edades de la Mujer tal como las veían con macabra impiedad los maestros del renacimiento del norte, como Hans Baldung Grien, para quien todo pecho turgente preanunciaba un pliegue de carne de maternidad exhausta y comido por los gusanos. En nuestros días, virtualmente todos esos venerables motivos cargan con un estigma, por no decir que son directamente un tabú. “¡Basura humanista!”, claman las crispadas voces críticas de quienes han logrado abrirse paso a través del escepticismo moderno hasta llegar al terreno alto y poco poblado de la ideología incorpórea. Cuando Gerhard Richter pintó a su esposa e hijo en una serie de poses tipo la Virgen y el Niño, algunos de sus más fervientes campeones en el mundo de la crítica se quedaron escandalizados, pero no dijeron nada por temor a ofender a su héroe, ya que hasta ese momento Richter era para ellos sinónimo de un estricto rechazo de los valores “humanistas” y de la “conciencia burguesa” de la que son emblema.

Pero se siguen concibiendo niños que nacen, que crecen, que en su momento se convierten en adultos que al tomar conciencia de su madurez, empiezan a preocuparse por su propio deterioro y más temprano que tarde, desbarrancan por la muy transitada pendiente existencial. Carne rosada y turgente; carne flácida y macilenta; pelo tupido y pelo ralo, pero nada de pelo al principio y al final: esas son los marcadores narrativos básicos del argumento humano —ahora uso esta palabra traicionera sin el sufijo de “ismo”—, complejizado por miembros que se tensan y relajan, rostros que sonríen y hacen muecas, y piel que se gasta y va perdiendo su elasticidad, mientras se vuelve gradualmente más áspera al tacto, a medida que se estira por la presión de ese amasijo de nervios, tendones y huesos que viven adentro. Habría que tener un corazón de hielo para no sentir algo de ternura por esa especie como la nuestra, tan evidentemente mortal y tan fugazmente bella, si lo es en algún momento. Por supuesto que son muchos los que tienen ese corazón de hielo. ¿Qué decir entonces de aquellos cuyos corazones albergan todavía calor suficiente como para que les sea imposible reprimir su empatía para con sus congéneres, compuestos como ellos de partes perecederas?

Esa es, en esencia, la pregunta que plantean las esculturas de Ron Mueck. Y es una pregunta porque pocas de sus obras se presentan a sí mismas de un modo en que generen empatía automática o que muestren anomalías libres de sospecha. Tomemos por ejemplo Mother and Child, un motivo que en manos menos aptas se habría transformado en un entrañablemente irresistible e irreprochablemente edificante testimonio a los “valores de la familia”.

En ese plano, debería estipularse de entrada que lo “lindo” es archienemigo del arte, pero que los artistas que coquetean con eso —y actualmente hay muchos que lo hacen, además de Mueck, especialmente en el dominio de la escultura de dibujos animados y gags de historietas— tienden a desplegar estratégica y perversamente la “lindura”, utilizándola más como un ingrediente para agriar y cortar que como un endulzante emulsionante. Así que amantes del arte, tengan cuidado, porque las obras de Mueck no devuelven amor precisamente. Para ser más específicos, ni la madre ni el hijo irradian ese mutuo afecto que uno esperaría descubrir en ese momento crucial de unión del postparto que se nos invita a presenciar. La madre más bien mira a su progenie con una aprensión del tipo “Dios mío, ¿será esta finalmente la mala semilla?”, mientras que el bebé la mira con hostilidad salvaje, por más que todavía sigan físicamente unidos por el cordón umbilical que sale de la vagina abierta de la madre y conecta con el cuerpo del bebé, que parece agazapado y listo para saltar sobre ella. Yo que he presenciado el nacimiento de mis dos hijas —y parece que Mueck asistió al nacimiento de sus propias dos hijas—, puedo decir que a veces las cosas salen bien y que en medio del dolor y la sangre por momentos emergen la ternura y una verdadera alegría. Sin embargo, a Mueck no le interesan ni los finales felices ni los comienzos felices. Más bien parece estar alerta a los niveles de ansiedad primaria que están indeleblemente escritos en nuestro ADN o guionados en la condición humana —de nuevo esa palabra—, y que saltan a la luz cuando menos lo esperamos, para hacer picadillo o mofa del optimismo ingenuo.

Obras compañeras y contemporáneas de Mother and Child, todas creadas en el emblemático año 2000, le agregan más capas agridulces al incipiente horror recién descripto. Old Woman in Bed es una versión tridimensional casi literal de una moribunda vieja bruja —una palabra poco amable, pero una mot juste despojada de sentimentalismos y muy apropiada para describir a una anciana decrépita—, que a su vez podría ser la madre de la desaliñada matrona de Seated Woman —palabras poco amables otra vez, pero no peores que el meticuloso facsimilar de ella al que ha dado forma Mueck (ni que los equivalentes fotográficos que Cindy Sherman ha personificado con candor y viveza de similar ambivalencia)—, o que tal vez sea directamente la misma mujer, diez o veinte años después. Finalmente, en su serie del milenio, que también incluye a la estatuaria y macizamente fértil Pregnant Woman y al preternaturalmente inmóvil Swaddled Baby, llega el Man in Blankets, quien parece una versión más pequeña del corpulento bebote Big Man o una variante plenamente desarrollada de Swaddled Baby en posición fetal dentro de un vórtice de frazadas que se enroscan formando un útero. Y así completamos el círculo de la vida, pero al hacerlo también se produce un giro del registro emocional, que de la maravilla frente a la corporalidad de la fecundidad, pasa al pánico, a la pensativa inquietud, a la resignada tristeza, al instintivo aunque fútil movimiento de volver al vientre materno. ¡Esas sí que son las Edades del Hombre y de la Mujer! Pero no como las hemos visto en el arte del pasado, sino como muchos de nosotros las hemos visto en la realidad. Con un elemento agregado de hiperrealismo —Mueck detesta el término pero es inevitable— y de una caricatura ladina y revulsiva que logra extrañar suficientemente lo familiar para señalarle al espectador que nada de lo que cree haber enfrentado en el pasado está terminado, de que nada de lo que tenemos tendencia a embellecer con el recuerdo o a soslayar con la memoria como algo ya conocido, nada de todo eso fue dotado con la magnificencia que el artista ha volcado en su obra, y que por lo tanto nosotros no hemos todavía observado lo suficiente.

Para la exhibición en la Fundación Cartier para el arte contemporáneo, Mueck puso al día su Mother and Child. En su permutación más reciente —Woman with Shopping—, madre e hijo parecen haber salido a hacer las compras: el bebé está sujeto al cuerpo de su madre dentro de una especie de bolsillo, que a su vez está debajo de un sobretodo cuyos botones tiran por la presión del niño, mientras la madre carga pesadas bolsas en cada mano. Cuando vi por primera vez la obra, cuando todavía estaba en proceso, no quedaba claro lo que revelarían las facciones del bebé, pero la madre ya tenía esa mirada distante que contradice de modo lacerante su absoluto entrampamiento en el rol de proveedora. A pesar de las décadas que separan a los dos artistas y de la crucial diferencia de género que califican sus puntos de vista divergentes, esta obra nos recuerda poderosamente al totémico Persistent Antagonism (1947-49), de Louise Bourgeois, y sus variadas versiones del tema de la “mujer con paquetes” en su idea de la femineidad como una acumulación de cargas: los hijos, las cosas y el propio cuerpo de la mujer.

IV

El estudio de Ron Mueck ocupa una anodina estructura de dos pisos al pie de un callejón empinado de un vecindario de clase media baja del norte de Londres. Está lejos del ambiente del arte en boga, al igual que el pintoresco centro histórico de la ciudad. Se parece a esos cielos de ciudad que se ven por las ventanas de los cuadros de Lucian Freud, salvo que carece de esa sordidez bohemia que tanto enamoraba al sobrino dandificado del tío Sygmund, y también porque la gente de la calle es de todos los colores, como corresponde a este multicultural ex centro del Imperio. Y ese es el caso, cada vez más, en la escultura de Mueck, por más que la diversidad cultural nunca haya sido —hasta donde yo sé— un factor en la obra de Freud. Y traigo a colación a Freud no solo porque él y Mueck son, a su manera, realistas sociales —y a veces incluso artistas costumbristas—, sino porque Gran Bretaña tal como la personifican sus retratos, que mezclan equitativamente la precisión sin mancha con la corrosiva sátira, ha cambiado radicalmente en las últimas generaciones, así como ha cambiado el anteriormente rígido sistema de clases. La Gran Bretaña de Freud era un anacronismo nostálgico; la de Mueck es contemporánea.

Freud era un producto de la diáspora de los judíos de Europa Central, y a su manera, fue el “central-marginal” definitivo: un camaleón social y cultural que se aislaba a trabajar pero que se desenvolvía con igual naturalidad entre aduladores de los bares del Soho y entre caballeros de alcurnia en los clubes de hombres. En contraste, Mueck —cuyo padre era alemán— es un producto de Melbourne, Australia, uno de los rincones más remotos del Commonwealth. El negocio familiar incluía la fabricación de marionetas y muñecas, estas últimas usualmente vestidas con uniformes escolares en miniatura que asemejaban a los utilizados por los hijos de la clientela japonesa que las encargaban como efigies conmemorativas de los primeros logros académicos de su prole. Mueck llevó esa “escolaridad hogareña” al diseño de vidrieras de grandes almacenes de su ciudad, mientras experimentaba con la ilustración comercial y el dibujo de historietas. Pero recuerda que se trababa a la hora de escribir una historia. “Yo había soñado los personajes y el mundo que habitaban —un barco pirata en una isla—, pero no podía imaginar cómo interactuaban, que hacían juntos. Así que iba a la escuela y miraba a la gente y me preguntaba de qué estarían hablando”. Es difícil imaginar lo que esa combinación de alienación y curiosidad podrían haber producido en términos de historietas de acción adolescente —¿enigmas gráficos con diálogos estilo Pinter en globos de texto?—, pero la observación de este tipo sigue siendo el predicado básico de la escultura de Mueck, siendo el movimiento suspendido un elemento implícito y esencial en todas sus piezas, lo que da al espectador la oportunidad de proyectar explicaciones narrativas sobre el evidente personaje y cuidadosamente articulado comportamiento de sus figuras.

Regresemos por ejemplo a la pareja a la que me refería previamente, Young Couple. Un joven parado junto a una joven. Él la supera en tamaño y la mira con concentración e intensidad. ¿Y ella a él también, o ella ha apartado levemente la mirada para asimilar el golpe que le produjeron sus palabras? ¿Van de la mano, como parece a primera vista? Por cierto que no, ya que él la agarra con fuerza de la muñeca, se la tuerce para que no se le escape nada de lo que él le diga, se la tuerce para que ella no solo no escape, sino que sea llevada por la fuerza a casa, con el énfasis agregado —la punción muscular— del dolor.

En una conversación mantenida a la hora del té en la atestada casa rodante que tiene estacionada frente a su estudio y que usa como refugio cuando los vapores producidos por los materiales en los que moldea sus figuras se vuelven sobrecogedoramente tóxicos, Mueck explica que el motivo para hacer esas escultura fue su deseo de capturar la ambigüedad de la relación de pareja y más particularmente el impacto del gesto del muchacho. “Me parecía realmente impactante. No quería atiborrar la escena con demasiada historia. Podría significar diez cosas distintas. No quise fijarlo. Alguien que vio la obra me dijo que le parecía un “apretón protector”. Las mayores debilidades del arte costumbrista son la falta de confianza en el público y el intento de manipularlo, ambas cosas surgidas del temor a que una persona promedio no entienda el punto o no sienta algo. Mueck no tiene miedo y el significado de su obra sigue abierto.

V

¿Y cuál es la historia del otro adolescente, ese que está parado solo, en Youth? Es negro y se levanta la remera manchada de sangre para mirarse una herida que tiene en el costado del torso. La escena ha ocurrido en Inglaterra, donde el uso letal o casi letal de cortaplumas como armas se ha transformado en epidemia. Las cosas se han complicado tanto últimamente, que si uno lleva una navaja común en el tren que atraviesa el Canal de la Mancha con destino a Londres, el objeto será confiscado. Por supuesto que la herida de este chico está exactamente donde hirieron a Jesús con la lanza cuando pendía de la cruz, exactamente donde Tomás, el discípulo escéptico, metió sus dedos cuando Cristo se presentó ante sus discípulos después de la resurrección. Ya que a Mueck le cuesta inventar historias, ¿será que tomó prestada deliberadamente una que apela a la mente de los cristianos? ¿Es una evocación activa o simplemente está mostrando una circunstancia en la que esa historia puede salir a la superficie entre muchas otras interpretaciones posibles? En cualquier caso, ¿esa historia que sobrevuela la obra le confiere al delgado jovencito un estatus de mártir, o su sufrimiento es simplemente un episodio incidental en una larga historia de violencia urbana cargada de alusiones raciales?


¿Y quién es ese hombre flotando encima de una colchoneta inflable, ese tipo con entradas en el pelo, anteojos de sol y brazos abiertos, como si no tuviera nada que hacer y nada de qué defenderse, en la obra Drift? Miren sus bermudas de baño, tan poco sexis, tan poco chic, y su cuerpo tan poco trabajado y al mismo tiempo, extrañamente, tan de muchacho. ¿Y qué decir de esa expresión inescrutablemente vacía y al parecer perpleja de su rostro? Dado su poco atractivo atuendo general y su para nada repelente sencillez, ¿por qué nos recuerda tanto a la demoníaca némesis auto-clonante del mesiánico Neo en la trilogía Matrix? ¿Se trata de una referencia cruzada accidental o intencional? En el presente estado de mutación y migración irrestricta de la imagen, esas elisiones perceptuales son imposibles de prevenir, y una vez que ocurren, igualmente difíciles de desterrar de la memoria. ¿Y por qué, finalmente, el hombre parece estar alzándose verticalmente más que flotando horizontalmente? ¿Acaso su posición recostada es de hecho una pantomima a cara de perro de la Crucifixión, y su elevación una alusión a la Ascensión? ¿Estamos nuevamente en la Biblia o en un balneario?

¿Y qué decir de la pesada pero igualmente diminutiva mujer doblada hacia atrás mientras abraza un ato de ramas, en Woman with Sticks? (Como contraste, comparen estas últimas esculturas con el gigantesco pollo desplumado de Still Life). ¿Quién es esta mujer? ¿Por qué está desnuda? ¿Qué significado tiene ese asomo de sonrisa en su cara y ese brillo en sus ojos? Es más, siendo de un tamaño tan pequeño, ¿a qué le debe el poder de su presencia entre nosotros? ¿Cómo puede ser que parezca dominar la sala, cuando su escala, su postura y su carga la colocan en una situación tan desventajosa respecto de un espectador libre de molestias que se para junto a ella a observarla?

¿Acaso nos hemos alejado de pronto de la “real” realidad para ingresar en una especie de universo paralelo, de tipo onírico o surrealista, sin que sea abiertamente alucinatorio o estilísticamente estrambótico? La cultura popular está repleta de fábulas sobre la porosidad de la conciencia en ese sentido, sobre ese movimiento virtualmente indetectable de ir y volver a través de esa frontera entre lo cotidiano y lo que no es de este mundo. Pero por mucho que le haya servido su época de aprendiz con Jim Henson y los Muppets —uno de los trabajos que siguieron al de vidrierista— y por más que sea un hombre de su época y que su época haya presenciado una sorprendente expansión y refinamiento de la tecnología cinemática de los efectos especiales, donde la realización de marionetas y modelos a escala compite cabeza a cabeza con la animación digital en la generación de la imagen más convincente, Mueck no está realizando objetos novedosos para el vasto mercado de los muñecos de fantasía y ciencia ficción a escala, aunque utiliza muchos de los mismos trucos de esa profesión. Sus viñetas escultóricas forman parte de situaciones que no tienen ni principio ni fin, sino solo intermedios inciertos, situaciones que no existen por fuera de sus encarnaciones individuales como objetos solitarios, algo parecido a las igualmente asombrosas “pinturas vivientes” (tableaux-vivants) de Gregory Crewdson, que existen casi como películas de un solo cuadro sin storyboard, aunque con no tan poco argumento. Hay un género del arte costumbrista que es distintivo de fines del siglo XX y principios del XXI: es enfáticamente corpóreo, visualmente excesivo y, en el caso de Mueck, es una evocación abrumadoramente háptica de lo que podría ser pero de hecho nunca fue, de mundos que son alternativamente plausibles y otras veces directamente implausibles, inescapables, incluso opresivos, como el nuestro.

VI

En Mann in Boat, un hombre está sentado de brazos cruzados en la proa de un largo bote. Está desnudo. Dejemos que sir Kenneth Clarck se encargue de explicar la diferencia entre un adonis clásico y un tipo sin ropa; nosotros reconocemos la desnudez cuando la vemos, porque el cuerpo se estremece o se nos pone la piel de gallina. El hombre podría estar temblando, pero los brazos cruzados parecen reflejar otra cosa. Más bien parece inclinado hacia un lado, con la mirada clavada en un punto situado a una distancia intermedia. Es corpulento, pero no gordo. Sus pechos de hombre ya han comenzado a transformarse en suaves bultos andróginos. La protuberancia del vientre se cierra en un pliegue sobre el pubis, donde el vello ralo se junta en una mata sobre el pene, que brota apretado de entre las piernas, completamente despojado de todo orgullo de fálica virilidad, aunque también completamente despojado de cualquier pudor sexual. Como dije, está desnudo, pero también está admirablemente desguarnecido para un hombre poco atractivo de mediana edad y expuesto hasta ese punto. Su cabeza ladeada denota inseguridad y dudas, si bien parece más curioso que amedrentado. Su boca, su pronunciado prognatismo, tan vez sea signo de debilidad para los observadores más insensibles, pero es su boca y cuando nació, nadie le consultó sobre su configuración dental, y a esta altura del partido ya no puede hacer nada, aunque si pudiera —la cirugía plástica logra maravillas en el corto plazo—, lo sacaría de la incómoda situación en la que se encuentra, la incómoda situación de estar desnudo y, por decirlo llanamente, la incómoda situación de “ser”. En consecuencia, sus ojos enrojecidos por la falta de sueño contemplan el horizonte o cualquiera sea la bruma que lo oculta, arquea una ceja y piensa: “¿Y ahora qué sigue?”. Es una situación en la que el “sigue” puede llegar más temprano o más tarde, y llegue cuando llegue no traerá la salvación, sino por el contrario, traerá el final diferido pero definitivo, inexorable. Los ojos enrojecidos, los mechones de vello púbico y el pene retraído son lo que Roland Barthes, si se tratase de una fotografía, llamaría el punctum. Son los indicadores que delatan la singularidad de una foto entre muchas otras similares, signos que apelan al espectador, que se pegan al espectador, y sobre los cuales el espectador proyecta su experiencia personal, sus asociaciones, emociones, esas facetas agregadas del arte de las cuales dependen nuestro afecto y nuestra comprensión más fresca.

En un nivel, podría suponerse que el hombre pálido y desnudo está a bordo de la barca de Caronte pero sin el barquero. O tal vez sea el único sobreviviente de un desastre en altamar. O el arquetipo de esa imagen que a veces nos visita en sueños y que consigna nuestro temor a quedarnos desnudos en público. Lo que importa, sin embargo, es que el hombre es su absoluta singularidad: no es “el” hombre, sino “un” hombre. Es más, si este hombre está considerando la perspectiva de la muerte, se trata solo de su muerte, una muerte enteramente individual, que tendrá los rasgos antes mencionados y la modestia o inmodestia de la actitud de ese hombre para desaparecer del mundo para siempre.

Esas consideraciones y ese imaginario tienden a hacer que el público más sofisticado, siempre infatuado con ideas abstractas y formas abstractas, se acobarde. Y también hace se acobarden los menos sofisticados, aunque sobre todo porque implican una violación del decoro social que ya está permitida en el mundo del entretenimiento pero que todavía hace fruncir el ceño en el mundo del arte. Pero la razón fundamental por la que el hombre del bote nos pone incómodos es la misma por la que nos da pudor recorrer las anécdotas o parábolas que describen los cuadros de los siglos XVII, XVIII y XIX: el verosímil nos toca demasiado cerca. Mueck tiene un truco para lograr eso. No deberíamos culpar al mensajero en nuestro esfuerzo por desviar el mensaje, sino agradecerle, mientras cada cual se ocupa de la propia incomodidad individual que la obra de Mueck genera en cada uno de nosotros.

*Robert Storr es artista, crítico y curador. Entre el año 2000 y el 2012 fue curador y luego curador en jefe de pintura y escultura del Museo de Arte Moderno de Nueva York, MOMA. Entre 2002 y 2006 fue titular de la cátedra de Arte Moderno Rosalie Solow en el Instituto de la Universidad de Nueva York, y desde 2006, es decano de la Escuela de Arte de la Universidad Yale. Fue el primer curador oriundo estadounidense en ser nombrado director de la Bienal de Venecia en su edición 2007, y también ha organizado muestras en Australia, Inglaterra, Japón y España, así como en varios lugares de Estados Unidos. Es autor de numerosos libros y catálogos, y sus textos han sido publicados con regularidad en Art in America, Artforum, Art Press, Corriere della Sera, Frieze y Parkett.

viernes, 22 de noviembre de 2013

MODIGLIANI








SE SENTABA HORAS
FRENTE A ESA MUJER SIN OJOS
QUERÍA QUE ELLA DE UNA VEZ POR TODAS LOS ABRIERA PARA ÉL
Y ELLA CADA VEZ LOS CERRABA MAS
SU MUNDO SOLO SE CENTRABA EN EL AMOR QUE ELLA LE PODÍA DAR
PERO VOLVIÓ ABATIDO
UNA Y OTRA VEZ
A SENTARSE FRENTE A ESA PINTURA
YA CONFUNDÍA LA REALIDAD CON LA FICCIÓN
O ACASO NO LE PASA A TODO EL MUNDO ¿
PENSABA
SOÑABA QUEDARSE DENTRO DEL MUSEO
IRSE A VIVIR CON ELLA
HASTA QUE ABRIERA SUS OJOS
PERO SI TODAS lLAS MUJERES TENÍAN LOS OJOS ABIERTOS
POR QUE ELLA LOS TENIA CERRADOS ¿
O PEOR NI SIQUIERA LOS TENIA...
UNA VEZ LE PARECIÓ VERLE UNOS DE SUS OJOS
Y ESE INSTANTE SE SINTIÓ FELIZ
O  SU CUERPO SIMULO FELICIDAD
PERO NO
ERA PARTE DE SU IMAGINACION
LLORABA PARTE DEL DÍA
TRANSFORMABA SUS LÁGRIMAS EN LLUVIA
Y UN DÍA PENSÓ EN CONVERTIRSE EN POETA
TRANSFORMARÍA SU DOLOR EN PALABRAS
PERO SU POESÍA
NO HACIA QUE SUS OJOS APARECIERAN
Y VIVIÓ ASÍ TODA SU VIDA ENAMORADO
DE UNA MUJER SIN OJOS




miércoles, 20 de noviembre de 2013

VOLVIENDO



Y EL SENTÍA SU INFLUENCIA
ESTABA BAJO SU INFLUENCIA
ERA LA MAS PUTA
MAS PUTA QUE EL
ELUDÍA EL PRESENTE
Y EL CON SU LIMITADA PERCEPCIÓN
SENTÍA O CREÍA EN EL AMOR O ESO
INTENTABA PERSUADIR LA O DECIRLE ALGO
QUE LE CAMBIE SUS PENSAMIENTOS O SUS MARTIRIOS
SU MIRADA YA NO DECÍA NADA
VACÍA
EN LA NOCHE VORAZ
TODO ERA UNA MEZCLA DE ENAMORAMIENTO Y ESPANTO
LAS MONTAÑAS NO HABLABAN POR SI SOLAS
LAS SONRISAS SE DILUÍAN EN UNA NOCHE
PERO TODO ESTABA TAN CERCA ...
O TAN LEJOS
EL YA NO TENIA MUCHO QUE PERDER
EL TIEMPO SE LE HABÍA HECHO CARNE EN SUS OJOS
MUCHAS PALABRAS MUCHAS EXPLICACIONES
SOBRE EL AMOR
TODO ERA EN VANO
SIEMPRE VOLVIENDO A TRATAR DE SENTIR ESAS
MICRO FELICIDADES
YA SE SENTÍA INCÓMODO
ERA SU ESTADO NATURAL
ELLA ESPERABA ALLÍ CON LOS HUESOS QUEBRADOS
Y VOLVÍA A SU ESTADO
NATURAL UN ESTADO DE VACÍO DE SOLEDAD ABSOLUTA
Y EL CAMINABA SIN SENTIDO BUSCÁNDOLA
A QUIEN ¿
SI. ELLA VOLVÍA SIEMPRE AL MISMO LUGAR
ESE LUGAR OSCURO
PERO SIEMPRE LA BUSCABA
PARA QUE ¿
PORQUE ¿
HASTA QUE UN DÍA A EL SE LE SEPARO EL CUERPO DEL ALMA
Y VOLVIÓ A SENTIRSE COMO ANTES



LA IMPOSTACIÓN DEL ROCK



FORMASTE TU BANDA
ESCUCHASTE EL BRIT POP , POST ROCK , LAST ROCK,ROCK, GLAM ROCK
Y SIN EMBARGO
ESTABAS INQUIETO
ANGUSTIADO
JAMAS SERIAS BOWIE O EL VIEJO LOU
PRETENDÍAS OLVIDAR
TUS SEGUNDOS TRISTES
TU ESCENCIA
TUS RUTINAS
LA REALIDAD AVASALLANTE
TE EMPEZABA A SER AJENA
QUERÍAS LLORAR SOBRE LA TUMBA DEL ULTIMO COBAIN
BUSCAS TU FRASE PERFECTA
EMPATIAS CON UN PUBLICO PERFECTO
DESARMADO
LOS QUERÍAS PARA VOS
RESIGNADOS A ESCUCHARTE
BAJARON LA GUARDIA
SOS EL GUIA
Y LOGRASTE LA ALQUIMIA PERFECTA
APRENDISTE A CONTORSIONARTE
ESE MINUTO INTERMINABLE
TE AMASTE A VOS MISMO
EL FUEGO SAGRADO DEL ROCK
TUS SEGUNDOS TRISTES
EN BUSCA DE  LO SUBLIME
SIN DIOS
SIN PREGUNTAS
SIN RESPUESTAS
Y ENTREGASTE TUS OFRENDAS
AL DIOS PAGANO
TERRENAL
AQUEL QUE TRANSFORMA TU PLEGARIAS
EN HUESOS MOLIDOS
Y ALLI ESTAS
Y ACA ESTOY
ESPERANDO LA MUERTE SIN MUSICA





miércoles, 13 de noviembre de 2013

EL ESCRITOR



Y MEZCLASTE PALABRAS
COMO UN PERFECTO BARMAN Y SU ÚLTIMO DAIKIRI
PERFECTA SIMETRÍA PENSADA
TUS IMPULSOS ESTRUCTURADOS
CALCULADOS
LA LUNA, EL AMOR, EL SOL, LAS CALLES, LAS HOJAS
EL PAISAJE , LA EXISTENCIA.
Y ALGUIEN LO IMPRIMIÓ
LE PUSO UNA TAPA
UN TITULO
UN PROLOGO
UN PREFACIO
TUS PALABRAS SE MATERIALIZARON
TU MUNDO INTERIOR NACIÓ DE NUEVO
YA NO ERA INTERIOR
TU ANSIEDAD SE CALMO
TU OBRA
Y ALGUIEN JUNTO LOS PAPELES
LOS ABROCHO
LO RECITASTE
TE SENTISTE BIEN
TU MEDIOCRIDAD
SOBRE SALIA POR ARRIBA
DEL TACHERO
DEL CARNICERO
DEL COLECTIVERO
Y TE COMPRARON EL LIBRO
"LA OBRA"
Y SENTISTE EL ÉXTASIS
UN MOMENTO
LO PODRÁS REPETIR ¿
LO NECESITABAS TANTO....
CREÍAS QUE VEÍAS COSAS QUE LOS DEMÁS NO VEÍAN
TU VISIÓN DE LA EXISTENCIA ERA ÚNICA
VOS VEÍAS LO QUE NADIE VEÍA
Y AHÍ QUEDO
EL GOCE TERMINO
Y OTRA VEZ LUNES
Y OTRO LUNES
Y OTRO LUNES
BUSCANDO DE NUEVO ESE MOMENTO SUBLIME
Y ESOS NIÑOS REVOLVIENDO BASURA
QUERÍAN TU TIEMPO
TU OCIO
Y VOS SEGUÍAS JUNTANDO PALABRAS
PARA MATERIALIZARLAS EN LA NADA MISMA
Y SENTÍAS EL DOLOR AJENO O SOLO EL TUYO ¿
YA TE CURASTE
PERO ESOS CHICOS QUE REVOLVIAN BASURA
QUERÍAN TU OCIO
NO TUS ZAPATILLAS