martes, 5 de febrero de 2013

MARIO MOLLARI : Del gesto pictórico a la acción político - social.





Poco sabemos certeramente acerca de la vida privada y acerca de la formación artístico-cultural de Mario Miguel Mollari. Quizá sea por ello que, al oír su nombre, lo relacionamos irremediablemente a la fundación del Grupo Espartaco y a la escritura de su Manifiesto junto a los, también artistas plásticos y colegas, Ricardo Carpani y Juan Manuel Sanchez. En todo caso, si bien los pasares de la vida intima y personal del artista sea los que menos importa, Mollari no debe su trascendencia solamente a la labor realizada dentro de mencionado grupo. Nada más ni nada menos. Nuestro objetivo es navegar por las aguas de una trayectoria social comprometida con las circunstancias de su tiempo: por las de su inserción en Espartaco durante 1958-1969, por las de su primera etapa formativa y de definición ideológica asumida y también, por las de su carrera artística, tras la disolución del movimiento espartaquista hasta su muerte en Octubre de 2010.
Nacido en 1930 en Buenos Aires. Con 23 años, siendo fuertemente autodidacta, Mollari ya realizaba viajes de estudio por Europa, Bolivia, Perú y el Noroeste argentino. Podemos imaginar la adquisición de capital cultural de este hombre: al igual que los grandes muralistas mexicanos, tales como Siqueiros, Rivera y Orozco; nuestro artista seguramente también se familiarizó con el llamado gran arte europeo antiguo de Grecia y Roma, con los grandes frescos italianos iniciadores de la modernidad en los que incluimos a Giotto, con el arte vanguardista y postvanguardista de la época. En 1921, ya había nacido el conocido “renacimiento mexicano”, una renascitá que, en realidad, buscaba implantar las leyes de un verdadero y nuevo arte nacional.
 No una revalorización de raíces cuasi enterradas y olvidadas, tampoco un volver a producir y engendrar algo a punto de extinguirse completamente. Tal como lo define uno de los mismísimos creadores materiales de ese proceso creativo e intelectual; Siqueiros, como emergente social, escribe retrospectivamente acerca de aquella producción colectiva: “México fue, así, en todo el mundo moderno, el único lugar donde se produjo, conscientemente, el primer acto de rebeldía, teórica y práctica, de abajo a arriba, de adentro a afuera, contra las formas predominantes de una producción plástica destinada formalmente, físicamente, únicamente- con exclusión de las grandes formas sociales que habían predominado en el pasado-, a servir de complemento y equivalencia estética al circunscrito lugar rico, culto o snob (…)”[1] Este primer acto contrahegemónico, contrario a la lógica imperialista al que alude Siqueiros, se convertiría en el disparador práctico para el resto de los países latinoamericanos. 

Ya en 1946, los argentinos presenciaríamos la obra de arte al fresco de la cúpula central de Galerías Pacífico, ejecutada por los colosos Antonio Berni y Lino Enea Spilimbergo, también Juan Carlos Castagnino, Manuel Colmeiro Guimaraes y Demetrio Urruchúa. No obstante, en esta cúpula, de la mano de un estilo idealizante, nos encontramos con representaciones de alegorías de los cuatro elementos de la Naturaleza y otras y figuras relacionadas a la Creación Universal, tema clásico si los hay dentro de la historia del arte.

Por tanto, Mollari y sus contemporáneos espartaquistas se opondrían a esta tradición mural de la historia del arte argentina. También se opondrían a los artistas concretos, informalistas y a los llamados de “nueva figuración”. Así, podemos afirmar que, siguiendo la lógica mexicana, nosotros también tuvimos nuestro movimiento único e innovador, el cual intentó sentar las bases de una expresión artística auténticamente nacional y revolucionaria, despertar mediante el arte el inconsciente colectivo de la humanidad e implantarla como poderoso e irresistible instrumento de emancipación y liberación sin desligarse de la acción política y función educadora de las obras.[2] Así, nuestro artista, definido él mismo como portador de una necesidad de expresión individual a través del arte plástico la cual, al concretarse materialmente se convierte ésta en una expresión nacional; nos brinda un sinfín de obras de pequeño, mediano y gran formato, dentro de las que incluimos el conocido mural del pabellón de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires.
 Artista sumamente prolífero, a pesar de la apelación a la unicidad artística como arte genuinamente latinoamericano, productor y modelador de conocimiento y no mero espejo mecánico de la cultura europea dominante; no podemos dejar de descartar su propio estilo artístico. La aspiración a la realización del sentido primigenio del concepto de revolutio común a todo el grupo, como cambio violento en las instituciones políticas de un país; bordea, dialoga y se introduce intertextualmente en la obra pictórica tanto de Carpani, como de Sanchez, Venturi, los muralistas mexicanos, Guayasamín, Portinari. Este concepto no anula esas huellas estilísticas personales. Por el contrario, las dos facetas, la de la individualidad y la de la universalidad, la de la particularidad y la generalidad colectiva, confluyen armoniosamente.
Distinguimos de Mollari, su famosa obra titulada Cañeros de 1962.[3] Tres hombres cabeza gacha, trabajadores de plantación, concentrados en su labor, copan todo el espacio pictórico. Apenas los bordes inferior y superior del cuadro se liberan para mostrar el espacio circundante. Apenas un fondo casi plano de cañas de azúcar, el que deja una abertura central liberada a modo de otorgar mayor jerarquía y distinción al personaje central, termina de aludir a las condiciones laborales. Figuras monumentales. 
Expresiones faciales casi neutras, cansinas, hasta inertes; pero que transmiten el mensaje social opositor a la perversión capitalista. Manos gigantes, de dedos mullidos y fuertes, de nudillos acentuados, de uñas groseramente delineadas; las cuales cobran protagonismo por encima de cualquier otra parte del cuerpo. Ellas realizan la tarea, llevan a cabo el trabajo, aprisionan tozudamente las cañas para extraer su valioso producto. 
Estas mismas manos, que encontraremos incansablemente en obras de las llamadas figuras y que serán una constante temático-estilística a lo largo de toda la obra pictórica de nuestro artista. De ninguna manera estamos frente a composiciones cimentadas en la clásica perspectiva artificialis y en ningún otro tipo de convencionalismo de representación: estamos, por el contrario, frente a una verdadera obra de vanguardia, de figuras logradas mediante el tratamiento de formas geométricas puras y sombras de color que redondea dichas formas y otorgándoles volumen. Obtenemos así, un juego suave de luces y sombras, armónicas y equilibradas, el cual no implica estatismo formal. Obtenemos, en pocas palabras, una atmósfera visual agradable. La paleta de los tierras y blancos, tonos desaturados, característica continuadora de sus primeras obras de juventud, no quita vitalidad en esta pintura; acompañada ésta de intensos azules repartidos en las vestiduras de los tres personajes.

Mollari continúa mostrándonos escenarios de campo, de trabajo agrícola. Tal es el caso de Cosechadoras. A diferencia de Cañeros, esta obra es una composición de mujeres, de actividad laboral típicamente femenina, siguiendo la lógica tradicional de división sexual del trabajo. Claramente, al analizar estas obras, en varios aspectos notamos la distancia temporal entre ambas. Nuestro artista ahora nos deja visualizar algo más del fondo y no solo a los personajes. 
Distinguimos un paisaje forestal: último plano de color anaranjado para el momento de la puesta solar, troncos de árboles oscuros, con matices en tonos azules intensos y follaje rojizos que impiden el contraste agresivo con el resto de la composición. De esta forma, las mujeres también exhiben estos maravillosos tonos cálidos; tanto en la camiseta de la figura izquierda de perfil, como en el pantalón de la figura central arrodillada. Ésta última, como haciendo una especie de reverencia al espectador, otorga estabilidad compositiva y detrás de ella, se ubicarán el resto de las figuras a modo de un esquema trapezoidal  imaginario. Todas estas mujeres trabajadoras, mantienen las caderas redondeadas, los torsos sólidos y las cabezas ovaladas tan característicos de Mollari. Por otra parte, ahora también visualizamos la apoyatura de estas figuras. Vemos el bosque, la hierba, la pradera; lograda sencillamente a través de manchas superpuestas en tonos rojizos, ocres y verdes. 
Tomando la obra en su conjunto, y comparándola con la labor llevada a cabo en Cañeros, indefectiblemente estamos ante la presencia de una paleta más cálida, más saturada y más luminosa que intensifica el tratamiento tonal, realza las figuras y enriquece la relación figura-fondo. No estamos, frente a un marco compositivo constreñido a figuras monumentales, una especie de marco de encierro que acentúa el protagonismo de los personajes sino que; nos ubicamos ahora frente a un cuadro de relativo equilibrio entre las cosechadoras y el espacio en el que ellas se encuentran. Por último, el gran detalle  en blanco lo brinda el pañuelo y el enorme sombrero de estas dos mujeres a las cuales antes hicimos referencia: ellas son las principales, las de mayor jerarquía, marcan la direccionalidad y otorgan apoyo sólido y estable a toda la composición. Las otras dos mujeres, de espaldas ellas, se encuentran por detrás de las figuras principales. A través de un sencillo mecanismo de superposición de figuras y diferencias de tamaños, Mollari resuelve la conformación del espacio.
Finalmente, no olvidemos los retratos de Mollari. En Chica con naranjas, a diferencia de Norteña, nuestro artista utiliza un fondo de color casi plano en un violáceo luminoso poco usual en él. Sobre éste, en plano tipo americano, se yergue la muchacha. De mirada solitaria y perdida al vacío, sosteniendo su canasta de naranjas con un solo brazo que atraviesa horizontalmente el cuadro en el borde inferior y quiebra con la verticalidad dominante. 
El tratamiento de volumetría en el cuerpo a través de gradaciones de tierras y anaranjados, contrasta con la planura de la espesa cabellera, apenas texturizada con unos simples trazos espontaneas. Tan simple como eso. Mollari posee la gran virtud de transmitir belleza y sencillez al mismo tiempo. Norteña remite a un dilema similar a las obras comentadas anteriormente. 
Aquí, volvemos a toparnos con un marco más apegado a la figura, sin demasiada explicitación pictórica del fondo. La expresión facial adquiere primacía, siendo innecesario el uso del recurso de paletas cálidas. Ésta, por el contrario, se atiene a tonos tierras, amarronados y ocres. En ambos cuadros, notemos el mismo estilo en la representación de los rostros: similares arcos de ceja, ojos ovalados, narices de largo tabique, labios carnosos e imponentes, misma mirada que evoca la soledad. 
Coexistencia de elementos comunes a toda la obra plática de Mollari; diversidades y agregados estilísticos también. Valoremos la heterogeneidad formal en pos de una causa social unificadora a lo largo del tiempo. 
Tal como exclamó nuestro artista junto a sus colegas espartaquistas, los avanzados 50’ y los 60’ significaban el derribamiento de la arcaica pintura de caballete de élite burguesa por un arte popular educador y explicitador de la realidad, es decir, el inicio del verdadero arte.[4] Ojalá algún día, también nosotros, extendiéndonos a todos los ámbitos de la praxis social, vertamos nuestras ideas, pensamientos e ideales en actos  revolucionarios. Pues, como todos sabemos, toda teoría revolucionaria, necesariamente debe acompañarse de una práctica revolucionaria.

JESICA GUARRINA



[1] SIQUEIROS, David Alfaro (1951); Cómo se pinta un mural; Ediciones mexicanas; México D.F; pág.19.
[2] Todas estas ideas son extraídas del mismísimo Manifiesto del Grupo Espartaco publicado por vez primera en la revista política de Jorge Abelardo Ramos en 1958, el Manfiesto: por un arte revolucionario en América Latina.
[3] MOLLARI, Mario Miguel; Cañeros, óleo sobre tela, 200x150 cm; colección privada; 1962. Muchas de nuestras consultas de extracción de datos provienen al Catalogo de la muestra retrospectiva del Grupo Espartaco realizada durante Agosto- octubre de 2004 en el Museo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, con curaduría de Alberto Giudici.
[4] Esta idea también es una reformulación del mencionado Manifiesto.

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