lunes, 26 de marzo de 2012

MICHAEL MANN : LAS POTENCIAS DE LA NARRACION.





Lo gratuito no me gusta en ningún caso: ni el sexo gratuito, ni la violencia gratuita ni la belleza picaresca autocomplaciente. Mi criterio es la función artística: todo tiene que desempeñar un papel en la intención dramática de una escena, en la acción, en el objetivo de una escena y funcionar con la mayor fuerza dramática posible. Cuando se consigue es que aquello tiene que estar ahí.
Michael Mann










La primera pregunta obligada para tratar de esbozar un perfil del protagonista de esta nota sería: ¿Cómo hablar de un director cuyo estilo sobresale y se recorta del fondo de la producción mainstream actual para ubicarse en el plano de un creador solitario que a la vez cree en el género y apuesta por él? Y ésta conlleva una segunda: ¿Cómo logra escapar de los formatos estereotipados –impersonales- industriales para hacer oír  su propia voz? Michael Mann cree en las virtudes espectaculares de los modelos tradicionales, de uno de ellos fundamentalmente: el thriller
Sin embargo, al rever sus películas nos encontramos con que en la mayor parte de ellas la dinámica oscila entre el apego a las reglas básicas de esa clase de géneros y todo un conjunto de enclaves autorales que trazan un mundo propio y no trasladable. Es esa tensión la que da como resultado un cine absolutamente gozoso a los sentidos pero que al mismo tiempo abre las puertas de una percepción reflexiva que intente construir puentes entre sus obras. Frente a la desazón generalizada que genera las recientes obras de género made in USA, sus trabajos sobresalen del resto, no por el gesto desmedido de enunciar a los gritos los signos de su condición de autor –tal como lo practican otros directores afectos al vapuleo de los géneros  como Tarantino, Robert Rodríguez o los hermanos Wachowski, con resultados mejores o peores-, sino por la decisión de colocarse del lado más humilde de un “artesano”, de alguien que cree que tiene algo bueno para ofrecer, pero no por eso vociferará su mensaje
De igual manera, su idea del mundo no se construirá con largas parrafadas, mucho menos apelando a la literalidad. Mann cree en el poder de las imágenes como transmisoras de historias –con esto no quiero decir que los otros no lo hagan- sólo que las formas que éste decide adoptar nunca se convierten en un fin en sí mismo, en un objeto bello y vacuo. Lo intransferible de sus marcas personales, algunas de las cuales me ocuparé de delinear en los párrafos siguientes, no estallan a la vista del espectador, sino que operan como medio conductor de relatos sólidamente trazados, también detentadores de una lógica singular. Así, su estética se asimila a la mejor tradición del cine clásico, la de Howard Hawks, John Huston o Hitchcock, quienes dieron lugar a la expresión de sus poéticas individuales sin desmerecer las virtudes de unas narraciones estructuradas o a la no menos modesta premisa de entretener al público.

Nació en Chicago en 1943. Poco se conoce de su formación inicial. Se sabe que durante los sesenta estudió en Inglaterra en la London Internacional Film School y filmó algunos cortometrajes experimentales, hoy inaccesibles. Más adelante, a principios de la década siguiente, rodaría algunos documentales, uno de los cuales, 17 Days down the lines (1972) tendría una módica circulación por festivales. En él reverberan los ecos del fervor contestatario de aquellos tiempos, al bosquejar como premisa argumental el salir a la ruta y retratar a seres solitarios, excepcionales, para elaborar con ello un friso contemporáneo de la Norteamérica profunda. 
Aunque en adelante esta línea de denuncia sería colocada en un lugar menos explícito, este mediometraje inauguraría algunos temas que serán recurrentes en su producción posterior: las figuras masculinas, la valentía y el sentido del honor, que no por ello ocultan un dejo de vulnerabilidad en el comportamiento de los sujetos.
Sin embargo, la verdadera escuela en la que logró concretar un estilo no será la academia, sino la televisión. El medio, en el que desembarcara por esos mismos años, serviría como fuente inagotable para el ejercicio continuo y el desarrollo de destrezas orientadas a la concreción del mismo. Ahora bien, en estas intervenciones no sólo perfeccionaría una forma de trabajo fundada en la velocidad para resolver cuestiones de puesta en escena y la aguda potencia de diálogos y situaciones dramáticas sin fisuras en su construcción –en series como Mujer Policía, Starsky & Hutch o Vega$-, sino que además su talento le aportaría al policial televisivo una impronta hasta entonces no explotada por el género. En este sentido resulta fundamental tener en cuenta a División Miami –luego llevada al cine- y a Historias del crimen, presentadas durante la era Reagan, es decir en paralelo al estreno de sus primeras películas. En ellas, a diferencia de las anteriores, ofició como productor general y llegó incluso a dirigir algunos capítulos. 
Ambas condensan un imaginario visual en el que la ciudad –Miami, Chicago, Las Vegas- surge como escenario simultáneamente luminoso y sórdido, aunque indudablemente protagónico, uno de sus códigos más personales. En la naciente era del videoclip y asumiendo su lugar dentro de este nuevo panorama, estas tiras, sobre todo Miami Vice, propondrían un universo de luces de neón, un tipo de montaje frenético pautado por la música pop y grados de violencia inauditos, no sólo las propias del policial sino también las de una imagen explosiva y saturada de colores que hará las veces de fondo del que broten personajes cargados de dobleces morales.
Es casi absurdo preguntarse si su cine fue trastocado por la huella televisiva o si en cambio fue este medio el que resultó beneficiado al incorporar los procedimientos habituales en la pantalla grande. Para alguien como Mann, que trabajó simultáneamente en ambos espacios a lo largo de toda su carrera, tal diferenciación es inviable. Baste con tomar como ejemplo el trayecto de Made in L.A. (1989) -primero piloto de serie finalmente convertido en telefilm, sirviendo años más tarde como germen de Fuego contra Fuego (1995)- para entender que, en todo caso, la distinción es exclusivamente una cuestión de formatos que poco dice sobre una búsqueda estética. Pero de cualquier modo, lo que sí parece indudable es que fue la televisión, con sus modos de producción precisos, de respuestas veloces, la que sirvió como campo de prácticas y ensayo. El propio realizador remarcaría en varias ocasiones la importancia que tuvo este aprendizaje en su ulterior carrera cinematográfica para delinear una forma de trabajo asociada a la búsqueda de la eficacia narrativa.

Pueden establecerse dos etapas en su filmografía. Aunque al revisarlas en conjunto uno se encuentra con más similitudes que diferencias, habría una distancia entre las películas iniciales de los ochenta y las restantes. El corte, más que por razones de estilo, estaría dado por la aparición de cuestiones que conciernen a los modelos industriales de producción El contar con presupuestos abultados, la inclusión de estrellas como protagonistas y una circulación masiva, desde El último de los Mohicanos (1992) en adelante, produciría este salto cualitativo.
 Para un director volcado explícitamente a tratar con las reglas de juego del entretenimiento a gran escala, estos cambios rendirán sus beneficios en cuanto a las posibilidades técnicas y a la irradiación que provoca un puñado de nombres famosos en el gran público. Pero por otra parte, este flirteo con los procedimientos básicos del mainstream sólo intensificará cuestiones que ya venían gestándose en las películas previas, sin por ello verse obligado a hacer concesiones en algunos puntos que nunca cuajarán del todo con las maneras en que el establishment concibe al espectáculo con mayúsculas.

Una posible vía de acceso para introducirnos a la galaxia-Mann sería mencionar algunas de las propuestas visuales y sonoras sobresalientes que se repiten en sus films. En cada uno de ellos habrá siempre al menos dos escenas planificadas minuciosamente. Por el brillo de su tratamiento formal, estos segmentos cobran autonomía, distanciándose parcialmente de la totalidad. Al igual que lo que sucedía en Hitchcock, estas serán las instancias en las que se liberen las mayores ideas sobre la puesta en escena y el montaje Generalmente se reservarán a los momentos de máximo despliegue de fuerzas o bien en las transformaciones decisivas de los personajes. 
Aquí y allá la duración y el modo de filmar cada plano será la responsable de transmitir la tensión inherente a las situaciones. Los tramos finales de Cazador de hombres (1986) en esa especie de duelo terminal entre policía y asesino rodado con cámara lenta, o la larga secuencia del tiroteo en Fuego contra fuego, con planos breves tomados a partir de una multiplicidad de puntos de vista activarán el efecto de inmersión física del público en el espacio dramático.
Este manejo perfeccionista de la técnica estará basado en la preeminencia que adquieren dos pilares básicos de su estética: la fotografía y la música. La primera de ellas utilizará como estrategia central el predominio de contrastes radicales entre figura y fondo y una utilización sistemática de filtros que darán a las escenas determinadas tonalidades –absolutamente características de su estilo-. Las batallas y el choque físico de El último de los Mohicanos, por ejemplo, se construirán mediante un juego de oposición cromática entre el verde del paisaje como fondo y los uniformes rojos de los soldados o las gamas ocres de la vestimenta de los indios, en una búsqueda deliberada de belleza visual a partir de las combinatorias tonales; de la misma manera, la restricción a algunos colores de Colateral (2004) enfrentará el escenario oscuro de la ciudad con el colorado y el amarillo del taxi, lugar en el que transcurren la mayor parte de las escenas. 
Por otro lado, el uso de los filtros aportará un aspecto de fuerte estilización a las imágenes. Gracias a este procedimiento, las escenas adquirirán la atmósfera irreal propia de los sueños y harán que la uniformidad cromática absoluta que este recurso provoca puntualice algunos momentos pregnantes.  El azul será el tono que domine en todas sus películas y aparecerá acompañado usualmente de una puesta con cámaras fijas, planos generales y pocos movimientos internos en el cuadro. Además de su desempeño narrativo, este uso del color será la clave determinante para reconocer de inmediato la presencia de su firma sobre las obras.
En cuanto a la música, ésta irá adquiriendo una relevancia gradual desde los inicios. Ya en Ladrones (1981), su ópera prima, los sonidos de sintetizadores de Tangerine dream tendrán una presencia que excederá lo decorativo. Así también, en otros ejemplos la ambientación sonora creada tomará a su cargo la concreción de espacios de cine puro, en los que los diálogos queden suspendidos o sean reducidos a su mínima expresión, privilegiando el avance de las imágenes. Los sonidos crearán un ambiente particular en varios pasajes.
 La música electrónica en los planos iniciales de la disco en Miami Vice (2006) organizará un juego con los destellos de las imágenes.  En Ali (2001), por tomar otro caso notable, el campeón corre por las calles de tierra de Zaire acompañado por una partitura que apunta a la emotividad, simbolizando el pacto íntimo y de compromiso político que se efectúa entre el boxeador y sus fans. Es una escena que no necesita palabras –sólo se oyen los gritos de la multitud vivando al ídolo-, y a la que los sonidos de “Tomorrow”, el tema de Salif Keita le brindan unidad de sentido, la que compete simultáneamente al mundo de lo narrado y a lo exclusivamente sensorial.
El despliegue de recursos resulta significativo por cuanto barniza con una pátina lustrosa a la totalidad de sus trabajos. Pero por lo mismo, produce la tentación de asignarle exclusivamente esos méritos, omitiendo otros, quizás más significativos.
 Si uno toma un conjunto de críticas de sus films en la prensa, observará que sólo se dedican a ensalzar la perfección técnica, en el mejor de los casos, negando invariablemente la existencia de continuidades y una cosmovisión desplegada en las sucesivas obras. La pereza de aquellos escritos –cuyo prejuicio argumental está basado en la idea de que el cine de géneros no puede (ni debe) hacer afirmaciones sobre el mundo- instala a Mann en el lugar de un hacedor de imágenes vistosas y coloridas, relegándolo al plano de mero ejecutor de tarjetas postales chic.
 Lo que sigue a continuación pretende refutar esos enunciados al demarcar algunas de las líneas medulares de su obra, atendiendo fundamentalmente a cuestiones de índole narrativa. Son estas, más que la perfección técnica obtenida, las que lo ubican como un creador subversivo –poniendo el acento en los dos términos por igual- de los códigos tradicionales del entretenimiento masivo.

Lo que sobresale en primer lugar al mirar el conjunto es el gesto abiertamente polémico de producir trabajos de una duración que excede ampliamente a las habituales en este tipo de cine. Fundamentalmente en su segunda etapa el metraje de los films se colocará cómodamente por encima de las dos horas, en ocasiones bastante más. Este dato podría parecer superfluo pero en realidad no lo es. Al no plegarse a las medidas standard de la industria, Michael Mann confronta con toda una tendencia que privilegia el desarrollo de productos de consumo veloz, preformateados para no obstaculizar los mecanismos de exhibición de las salas multipantallas –destino casi natural de dicha clase de obras- en las que podrán repetirse innumerables veces al día. Pero por otra parte, y quizás esto represente lo más rescatable de las decisiones del director, la opción de dar a las escenas la permanencia que cada una de ellas necesite para manifestarse en toda su amplitud apuntará a una lógica temporal completamente singular con relación al género. Así, los momentos de acción intensa se rodearán de otros en los que aparentemente ningún cambio brusco ocurre, o en situaciones de tensa calma que fortalecerán los estallidos, puntuales, concisos.
 Las escenas iniciales de Colateral son ejemplares en este sentido: un taxi que inicia su recorrido por la ciudad al atardecer –Los Ángeles mostrada con unas tomas aéreas que subyugan por su dimensión inabarcable y dejan entrever la soledad infinita en la que viven sus habitantes-; el encuentro con la mujer, primero, y un hombre después; música soul, planos de corta duración, presentación de personajes; diálogos aparentemente triviales que se resignificarán sólo cuando la historia haya avanzado lo suficiente. Nada parece entorpecer la rutina del taxista, mediocre trabajador inmerso en la desolación de la metrópolis. Y de repente la violencia se precipita, cae –literalmente- con la potencia de una estampida. 
Todo lo anterior quedará marcado por ese momento y se convertirá en preludio de un trayecto que ya no tendrá retorno. La maestría narrativa, entonces, se hace palpable cuando somos concientes de que, para llegar a este punto, Mann se tomará su tiempo en seducir al espectador bajo promesas de serenidad, de forma tal que el shock del giro argumental tenga el efecto de un cross a la mandíbula. De manera idéntica se construye el manejo del tiempo y las expectativas del público en un film como Alí (2001) –la metáfora boxística utilizada antes me habilita a incluirla- casi una rara avis en su obra, en cuanto aquí no se trabajan sobre los códigos del policial, sino desde las premisas del film biográfico.

Y, a pesar de no ser un thriller como Colateral, aflora nuevamente esta dialéctica entre los instantes de quietud y el asalto agitado de las acciones: una organización que da un espacio preponderante tanto a los momentos cotidianos de la vida de Mohamed Alí (Will Smith) como a los distintos combates, en los que la cámara se instala en el interior de la escena y revela mediante movimientos abruptos y un montaje vertiginoso la magnitud de las fuerzas en pugna.

Esta centralidad que adquieren tanto las situaciones de enfrentamiento físico como los instantes de calma será estructural en la organización narrativa de todas sus películas. Con dicha elección se rompe con una forma de entender al espectáculo de la violencia como un continuado de explosiones visuales. 


Ya en su ópera prima, Ladrones (1981), los puntos álgidos de la trama –el robo del inicio, el enfrentamiento final, ambos tratados con una iluminación estilizada y en ralenti- se enlazarán a un conjunto de secuencias que servirán para conocer la intimidad y el deseo de su personaje principal. Lo mismo ocurre en Cazador de hombres (1986), en cuyas escenas domésticas se avista el mundo perdido que añora recuperar Will Graham (William Petersen), el investigador del FBI en el que se focaliza la narración. Son aquellos tramos que aparentan ser poco significativos debido a su falta de adrenalina los que otorgan carnadura al conflicto existencial del protagonista, y que a la vez contrastan con la frialdad cerebral con la que Graham intenta dilucidar la identidad del asesino. 
Se nos hace saber que para él las muertes de inocentes cobran un sentido personal al asociarlas al destino de su familia. Eso hará que la obsesión por encontrar al culpable sea, más que profesional, personal. Las situaciones triviales de sus films, entonces, serán las que refuercen la intensidad de los choques y, a su vez, cumplirán un papel suplementario, el de ser vehículos para poner al descubierto la moral de los sujetos y sus cavilaciones.
Ese tipo de trayecto dramático que privilegia la perplejidad a las certezas es el que termina por configurar una clase de héroes que dista mucho de los personajes habituales en el cine de acción. He aquí otra de las particularidades de su poética, quizá la más significativa. En su filmografía los hombres dudan, reflexionan y desde ese lugar de incertidumbre accionan para transformar su realidad, o por lo menos para evitar que ella los devore. (Y uso el término “hombres” no como un genérico: toda su obra se monta sobre el pedestal de la virilidad, haciendo de ellos el centro dominante desde donde se irradia cualquier historia). 
Es en esas realidades conflictivas en donde emerge el tema del honor y el deber, modulando unas maneras de actuar y sentir determinadas según a las circunstancias. Los sujetos de Mann se saben absolutamente responsables de sus actos y sus omisiones, y ese gesto de conciencia opera en cada uno de los movimientos de la trama. Probablemente sea por esto que cada uno de los pasos decisivos que den se cubra de un significado ético.
En líneas generales, esa querella interior tendrá que ver con la conflictiva bifurcación entre lo público y lo privado. Es la dicotomía irresoluble entre ambos espacios la que funciona como artífice del dilema moral del protagonista de Cazador de hombres, escindido entre la tranquilidad de la vida familiar y el imperativo de encontrar al culpable de los asesinatos; análogo a los problemas a los que se enfrenta Frank, el papel de James Caan en Thief, al debatirse entre su profesión de experto criminal y la ilusoria posibilidad de concretar una vida normal junto a la mujer que ama. Asimismo, el vínculo que nacerá entre Sonny Crockett (Collin Farell) e Isabella (Gong Li) en la versión fílmica de Miami Vice será el causante de esa especie de trance personal que experimenta él en varios momentos.
Multiplicándose exponencialmente, el inestable equilibrio entre el plano individual/privado y el espacio laboral/público será la cifra de las tramas subsidiarias que se vislumbran en Fuego contra fuego. Aquí, ladrón y policía (interpretados por Robert de Niro y Al Pacino, respectivamente) se enfrentarán al naufragio de sus vidas privadas motivado por la obsesión casi maníaca que tienen para con el trabajo. 


Tanto uno como el otro son rigurosos y perfeccionistas en lo que hacen, los mejores de su especie. Por eso mismo, la excelencia les jugará en contra al momento de sostener una relación, o impedirá directamente cualquier posible compromiso afectivo.
Hago una pequeña digresión. El sistema moral que edifica en sus films no tenderá nunca a tomar una posición de defensa o rechazo por algunos de los sectores en pugna, ya se trate de criminales o las fuerzas del orden. Las tareas que estos desempeñan, como si fueran parte de un oficio igual a otros tantos, son escrutadas con minuciosidad y respeto, sin que se cuele ningún juicio ético que las evalúe. 


La elección de escudriñar en las vidas de alguno de sus representantes dependerá exclusivamente de en quienes se focalice lo narrado que, como vimos, pueden ser indistintamente de este o aquel bando, o incluso la mirada hará evidente los paralelos que subyacen entre ambos, como en Fuego contra fuego. No habrá lugar para antagonismos arquetípicos, para la antigua división dualista entre héroes y villanos. A partir del ingreso en la intimidad y la demarcación de los derroteros afectivos, las figuras se humanizarán, abandonando los estereotipos habituales del policial. Al contar con estos recursos argumentales, los enfrentamientos –centro neurálgico por antonomasia de cualquier película de acción- no sólo no se debilitarán, sino que por el contrario, se verán robustecidos por el plus que le agrega la inclusión de una intensidad que está por fuera de ellos, en sus bordes.
Asimismo, en los films que no respondan al mencionado  modelo temático emergerán igualmente como foco de conflicto las decisiones que los protagonistas deban afrontar. Pero mientras en los argumentos descriptos anteriormente la disyuntiva estará enmarcada sólo en términos de un trance cuyas consecuencias recaen exclusivamente en los individuos, en las obras históricas o biográficas del realizador los efectos se expanden y ramifican más allá, debido al ingreso de la lógica social como variable. No obstante, al abrir el juego hacia este campo, los mecanismos que componen la crisis de los héroes persistirán, sólo modificando la magnitud de sus intereses. 
El punto crítico de los debates internos que perturben a Nathaniel en El último de los mohicanos se volverá explícito cuando deba enfrentarse a la imposible elección entre la fidelidad a su cultura adoptiva, de un lado, y el amor y la ayuda a los colonizadores, del otro; del mismo modo será la disyuntiva central de Mohamed Alí al momento de asumir su condición de personaje público, a partir de que su postura política contestataria, antibélica, le impida concretar su deseo vital, el de seguir boxeando; como también lo será la de Jeffrey Wigand (Russell Crowe) en El informante (1999), dividido entre la denuncia a las corporaciones tabacaleras y las derivaciones que esta acción tenga sobre su núcleo familiar.
Aún cuando el objeto narrativo recurrente sea escarbar en la interioridad de sujetos distanciados de un entorno, cargándolos con el peso de la acción, una tendencia recurrente será la de la aparición de una segunda figura, otro hombre, movilizador de las actitudes y soluciones que encuentre el personaje principal. 


En la primera parte de su filmografía sobre todo, la relación será la de un antagonismo feroz: Will Graham y Jack Crawford (Dennos Farina) en Mannhunter; Glaeken Trismegestus (Scott Glenn) y el Mayor Kaempffer (Gabriel Byrne) en El fuerte infernal (1983). En la siguiente etapa los vínculos evolucionarán, adquiriendo múltiples aristas. Será posible observar, entonces, cómo el ingreso del asesino a sueldo Vincent (Tom Cruise) al mundo fracasado de Max (Jaime Foxx) en Colateral trastoque la habitual inacción del taxista para impulsarlo a cambiar su realidad. 
Vincent no será un simple oponente, sino en la misma medida alguien que tendrá mucho que enseñarle al héroe (y al espectador). Hitchcock decía que cuánto más logrado estuviera el retrato del malo, más lograda sería la película. El “alumno” Mann cumple a la perfección este precepto, haciendo del villano un ser extremadamente carismático e inteligente, por momentos bastante más interesante que el protagonista.
La figura del doble, que es la dominante en este segundo momento de su carrera,  llegará a su clímax en Fuego contra fuego. Ya mencioné antes el salto cualitativo que en este período determina la incorporación de grandes estrellas en los repartos. Aquí se sumará a la trascendencia de los actores –en su momento el film se publicitó con el slogan “Robert De Niro y Al Pacino por primera vez juntos en pantalla”- la concreción de una trama que los ubica como elementos equivalentes. El rol que ocupan Neil McCauley y Vincent Hanna, al mismo tiempo que los distancia, los enlaza en un destino irremediablemente paralelo, independientemente de que, salvo en las dos grandes escenas que tiene el film, nunca aparezcan juntos. 
Una estrategia que arremeterá directamente contra la lógica antagónica del policial típico. En su próximo largo, cuyo estreno en Argentina está previsto para julio de este año, la confrontación de dos figuras reaparece. Johny Deep y Christian Bale encarnan a un gangster y un agente de policía, respectivamente, durante los años de la Gran depresión. Nuevamente dos figuras fuertemente entrelazadas, asociadas en un juego de persecuciones en el que será imposible no observar signos de simetría y hasta de mutua admiración

Suele mencionarse en los análisis que elaboran un glosario de sus temáticas una insistencia en trabajar con antihéroes como centros del sistema de personajes construidos por la ficción. De acuerdo a estos textos, los roles principales en toda su filmografía se cubrirían bajo el paraguas de esa definición, entre otras cosas, por esta particularidad de mostrarlos como seres conflictuados, cuya suerte los lleva, en la mayoría de los casos a su pesar, a llegar al límite y a tomar determinaciones que serán las claves de resolución de los puntos nodales. Si bien esto es en parte cierto –habida cuenta de todo lo dicho en los párrafos precedentes- las criaturas delineadas por el realizador guardan más un parentesco con las figuras de la tragedia que con el común de los mortales. 
Y no solamente por sus cualidades, ubicadas por encima de la media (la extrema virilidad, la valentía y la voluntad perfeccionista con que encaran su actividad, sea esta manejar un taxi, robar un banco o atrapar al asesino, dan prueba de ello), sino por la entereza con la que se enfrentan a los vaivenes de la fortuna con una determinación sin embates. 
Tal cualidad,  al igual que la temeridad con la que asumen los reveses del destino toda vez que escapan de la perplejidad y se ponen en movimiento, hará que se transformen en legítimos héroes, independientemente de que las resoluciones de sus actos los lleven a la victoria o al fracaso más rotundo.
 Probablemente sea esta característica, la de transformar  a seres grises, sufrientes, en superhombres, la que movilice el goce y la identificación de los espectadores. Frente a tanto film acumulador de efectos en los que la mayoría de las veces ni siquiera es posible identificar quién lucha contra quién y por qué debido a la ostentación de una parafernalia visual inmotivada, Mann opone un universo adulto, original y propio, de múltiples facetas y con un brillo técnico reconocible al primer vistazo. Todas cualidades que lo convierten en uno de los pocos autores indiscutibles en el actual panorama del entretenimiento hollywoodense. 

JORGE SALA

NOTA PUBLICADA EN LA REVISTA ARTEXTO NUMERO 3.






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