miércoles, 8 de febrero de 2012

EL CANTO DE LOS MARGINALES - Jorge Sala




Por lo demás,
he vivido en medio de un poema lírico, como todo obseso.

Pier Paolo Pasolini, Quien soy.






Una atmósfera coincidente une la filmografía de Leonardo Favio, extendida en unos pocos títulos por más de cuarenta años, como si hubiera pasado su vida escribiendo una y otra vez la misma historia, de cuyos matices dan cuenta las diversas películas. Intuitivo y refinado al mismo tiempo, estas cualidades no impiden que vuelva sobre sus pasos para repensar lo ya dicho interrogándose reflexivamente. Una originalidad estilística basada en el minucioso cuidado de los mundos construidos, hacen de él uno de los nombres insoslayables del cine argentino de la segunda mitad del Siglo XX. Pero además, a la conciencia sobre las imágenes se une una especial comprensión del gusto masivo, sin por ello hacer concesiones que impidan la proyección de su estética personal. En la frontera entre el cine de autor heredero de tradiciones extranjeras y un cine popular determinado por la recuperación de las formas enraizadas en lo local, se encuentra su obra.

I
Se inició como actor de radio hasta ser convocado por Leopoldo Torre Nilsson para ocupar uno de los roles centrales de El secuestrador (1958), film al que le siguieron una serie títulos pertenecientes a la joven “Generación del 60”: El jefe (Fernando Ayala, 1958), Fin de fiesta y La mano en la trampa (Torre Nilsson, 1960 y 1961), Los venerables todos (Manuel Antín, 1962), Dar la cara (José Martínez Suárez, 1962) fueron algunos de ellos. Favio integraría el plantel de estrellas jóvenes que darían cuerpo a la transformación de una alicaída escena nacional, junto a otras figuras a las que más tarde dirigiría como María Vaner, Elsa Daniel, Walter Vidarte, Graciela Borges o Elena Tritek. El conocimiento del oficio actoral sería crucial para la consolidación de su estilo, en el que la construcción de personajes fuertemente delineados sería definitoria de su marca personal. Asimismo, esta experiencia previa le daría un lugar en un medio el cual se presentaba como hostil para los realizadores jóvenes, imposibilitándoles en muchos casos el acceder al lugar de director. Tal como manifestara en repetidas ocasiones, su interés ya en ese momento pasaba por colocarse detrás de la cámara para contar historias, más que por ser el protagonista de ellas.
 Esta instancia llegaría con su primer corto: El amigo (1960). A diferencia de los realizadores surgidos en esa época, para quienes la experiencia en el cortometraje se instituía como ensayos preparatorios –en muchos casos imperfectos- de sus obras venideras, en él puede ya vislumbrarse la maestría en el manejo de la puesta en escena. Del mismo modo, a la luz de sus películas posteriores, el corto permite visualizar la presencia de los temas que en adelante le importarían: la mirada puesta en los más desprotegidos, el universo onírico en convivencia inseparable con la realidad, el testimonio social. Si los contenidos ya darían cuenta de una visión distintiva, el trasfondo espacial en el que se desarrolla la fantasía del chico pobre que juega con su amigo rico sería revisitado en diversas ocasiones. La imagen de un parque de diversiones condensa visualmente un tipo de entretenimiento asociado a prácticas populares que retornaría incesantemente en sus películas posteriores: los músicos, equilibristas y payasos de Juan Moreira (1973), el circo en Soñar, soñar (1976), las orquestas y los espectáculos de feria a los que asiste Gatica.
Con su foco puesto en la percepción infantil del mundo, El amigo anticipa a su ópera prima, Crónica de un niño solo (1965). Pero mientras en aquella la esperanza quedaba esbozada como posibilidad, en ésta el relato se torna árido, exhibiendo descarnadamente la vida en los reformatorios y las villas miseria evitando caer en el costumbrismo, así como en la denuncia ramplona. Alimentándose de las líneas de modernización de la cinematografía europea, la película se apropia de ellas para la conformación de un discurso local. De la misma manera que la Generación del 60 (Rodolfo Kuhn, Manuel Antín, David Kohon y otros) tomó como referente al cine de Antonioni junto con algunos motivos de la nouvelle vague para desarrollar historias mayoritariamente centradas en los sectores urbanos, este film se enfrenta a esa línea, al construir su puesta en escena buscando sus rasgos definitorios en la parquedad estética de Robert Bresson, la crudeza del Buñuel de Los olvidados (1950) y el amor y la compasión hacia sus criaturas, propio de la poética de François Truffaut.
Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más… (1967) y El dependiente (1968) cierran esta primera etapa signada por las preocupaciones formales y un núcleo acotado de recepción. En ambas se impone el tono moroso, el silencio y una marcación débil de las acciones. En este sentido, si la modernidad cinematográfica se identifica con el culto al tiempo real, estas películas integran la temporalidad muerta en el núcleo de sus historias, al tematizar el tono cansino de la vida provinciana. El romance… maximiza este procedimiento, a tal punto que todo el relato parece estar atravesado por un compás de espera, en constante tensión. Sólo después de quince minutos de iniciada la proyección, escuchamos las primeras líneas de diálogo; otro tanto ocurre con los planos fijos, exacerbadamente estáticos, en los que el movimiento apenas traza una transformación en cuadros predominantemente neutros. Una escena puede servir de ejemplo: Derrotado por las circunstancias, el Aniceto va a vender su gallo. La cámara filma la puerta de la casa del posible comprador, en la que se sienta el hijo de éste y no cesa de hacerlo, aún cuando el protagonista hubiera salido del encuadre, como esperando su regreso, cosa que efectivamente ocurre.
En El dependiente, la quietud se vuelve símbolo de la existencia anodina de los sujetos. El señor Fernández, la señorita Plasini, don Vila poseen vidas que parecen transcurrir en una interminable siesta pueblerina. La trama de este film es la más cercana a los tópicos del teatro realista y la literatura de la época, emparentados en la delineación de caracteres grises, mediocres, a los que su inmovilidad conduce inexorablemente a la repetición o al fracaso. Pero en este caso, a diferencia de lo que ocurre con sus contemporáneos, Favio opta por interpolar lo siniestro como una manera de quebrar la tranquilidad cotidiana. Toda la película está tensionada por pequeñas crispaciones, unas cotidianas, como los sonidos de la radio en la sala de la señorita Placini; otras decididamente ominosas, como las conductas de la madre de ésta.
Otro rasgo que se repetirá constantemente será la naturaleza de sus protagonistas. En sus ficciones todos los personajes provienen del interior y traen consigo esa marca que los distingue de los habitantes de la ciudad. Algunos –Aniceto, Fernández, Nazareno- encontrar en la vida de provincias un espacio de asfixia y persecución; otros –Moreira, Carlos, Gatica- perseguirán infructuosamente las quimeras de la gran metrópoli, siendo devorados por ella.

II
A la trilogía en blanco y negro se sucede un paréntesis en el que sorprendió a sus seguidores –en gran medida habitués de las salas de arte- torciendo el rumbo de su carrera hacia su nueva actividad de cantante melódico, la que le proporcionó una popularidad inusitada. Su intervención cinematográfica se debate en aquellos años entre una serie de proyectos irresueltos –la biografía de Severino Di Giovanni, un film sobre Jesucristo- y la actuación en películas comerciales para ensalzar su carrera musical. Son tiempos en los que la agudización de los antagonismos tiñe todo el espectro cultural y él siente que ya no basta con el resguardo en una expresión individual, sino que ella debe someterse a los requerimientos de una enunciación colectiva. Su cine posterior se distancia del realizado hasta el momento al enarbolar la consigna ¡El cine será popular o no será!
Su movimiento resulta similar al que realizara Pasolini unos años antes, al momento de abandonar el retrato del presente histórico en beneficio de un escape hacia el mito en su Edipo rey (1967). Una realidad por completo diferente a la del italiano alentó la transformación de nuestro director entre sus primeras películas de los sesenta y las de la década siguiente. El peso de una larga dictadura, vivida en carne propia por el maltrato y la desconsideración oficial hacia su arte, redireccionaron su propuesta. El nuevo periplo se inicia con la monumental Juan Moreira (1973), dominado por la intencionalidad de retratar la marginación social desde un lugar ya no individual, sino arquetípico. Como afirman David Oubiña y Gonzalo Aguilar: “la leyenda –sobre la que Favio empieza a trabajar a partir de Juan Moreira- se construye contra la Historia, la desmiente (…) En el caso de la leyenda, lo revulsivo no consiste en presentar otra versión de la misma Historia sino en postular una lógica enteramente diferente para el encadenamiento de los hechos”.
En una década signada por el revisionismo histórico por parte de los intelectuales, conjuntamente a un Estado que propicia la filmación de gestas nacionales, el realizador aporta su visión sobre el pasado focalizándose en un héroe popular. En contraposición a la edificación marmórea de los próceres que ha dado la pantalla, aquí la figura se humaniza y sufre los reveses de un itinerario dramático en el que conviven las referencias a Alsina y Mitre en igualdad de condiciones con los aspectos mágicos, como la secuencia del encuentro con la muerte, una de las más impactantes visualmente.
Como soporte de la dimensión legendaria, el relato se sustenta sobre fuentes reconocidas. El folletín de Eduardo Gutiérrez y la puesta de los hermanos Podestá serán referentes de raigambre popular, mixturados con una puesta en escena próxima al western clásico, en el que incluso pueden advertirse rasgos de la iconografía cristiana en la representación del suplicio de Moreira.
Si el cine moderno hizo gala de la disyunción entre sonido e imagen como forma de manifestar explícitamente la presencia del enunciador, Nazareno Cruz y el lobo (1975), su siguiente obra, representa el momento culminante de una labor que apuntó desde sus inicios a ese territorio. Continuando la indagación sobre las prácticas populares y  sus mitos, es justificable, entonces, la elección por el radioteatro de Juan Carlos Chiappe, masivamente conocido y aceptado por el público en el pasado inmediato.
Con él Favio ingresa en el terreno del melodrama, género de larga trayectoria en la cinematografía nacional. Pero aquí, a diferencia de las variantes canónicas del modelo, el sentido se subvierte desde sus cimientos. Si allí el lugar de víctima era ocupado casi invariablemente por una heroína, quien sufría los infortunios del destino, aquí el desdichado es un hombre, el que al enamorarse ve caer sobre sí el peso de la tragedia. En la totalidad de su filmografía puede observarse la predilección excluyente por las figuras masculinas como protagonistas de los relatos. En las antípodas del Moreira, Nazareno no hará de la virilidad un valor sino que por el contrario, el estatuto de séptimo hijo varón será el desencadenante de su desventura. La inscripción de lo femenino se establece como deseo incluso antes de su nacimiento, cuando los pobladores ruegan a Dios para que sea mujer “buena y deligenciosa”. Esta feminidad del personaje se trasmutará en la elección del actor principal –el rostro y los gestos suaves de Juan José Camero opuestos a la fisonomía agresiva de Rodolfo Bebán o Federico Luppi-, como una marca determinante de su recorrido.
En un juego similar, la apuesta de Soñar, soñar (1976) se concentra en la desemejanza entre las características del protagonista y el actor que los interpreta. Carlos Monzón, en la cima de su carrera boxística, compone a Carlos, ingenuo joven provinciano, cuyas esperanzas están puestas en las oportunidades de la gran ciudad. De modo similar a las comedias costumbristas tan en boga en aquella época, la película desarrolla el recorrido de éste junto a su amigo (Gian Franco Pagliaro), pero a contrapelo de las versiones más adocenadas del género, aquí el tránsito es amargo más que alentador. Favio parece hacer con este film una declaración de principios sobre la situación política argentina, construyendo un final agridulce en una cárcel atestada de presos. Estrenada inmediatamente después de instaurado el golpe militar, marcaría el único fracaso rotundo de su carrera, convirtiéndose en una obra maestra maldita. Si Juan Moreira y Nazareno son dos de las películas más vistas de la historia del cine argentino, con Soñar, soñar se cerraría esta etapa en la que la cualidad estética sería acompañada de la voluntad de llegar a amplios sectores.

III
Reconocido militante peronista, durante la dictadura se exiliaría, instalándose hasta principio de los noventa en México, de donde retornaría para avocarse a la larga filmación de Gatica, el mono (1993). Favio volvería con este personaje a sus antiguas obsesiones: los ídolos populares, los seres marginales, el trasfondo político. Estableciendo un paralelo entre el ascenso y caída del boxeador José María Gatica con los vaivenes del primer y el segundo gobierno de Perón, la propuesta escapa del relato histórico chato para encontrarse nuevamente con el territorio del mito, fabricando imágenes altamente estilizadas. Apuesta que el autor redoblaría en su film-monumento sobre el caudillo. Perón, sinfonía del sentimiento (1999) sorprende por el despliegue de recursos y la multiplicación de voces e imágenes de archivo hasta ese momento nunca vistas. El documental hace propias todas las estrategias visuales y sonoras que dieron cuerpo a la imagen del líder junto a “Evita” en tanto figuras centrales de una historia que tiene a las masas como frisos anónimos pero omnipresentes. Es con estos últimos como intérpretes que tiene lugar la sinfonía del  título, haciendo propia la idea de que se trata de “la más maravillosa música”.
Tras una ausencia prolongada, el director repasaría su trayectoria para reinventarse a sí mismo. Aniceto (2008) no sólo es una remake de su segundo largometraje, sino también una obra de síntesis en las que retomaría todos los recursos de su pasado cinematográfico, con el objeto de mostrar su unidad inseparable. Así como los hombres, llegados a cierta edad, deciden afrontar un balance de los momentos sobresalientes de sus vidas, con esta película Favio pasa revista por los temas de su trilogía en blanco y negro matizados por una puesta en escena de proporciones descomunales, propia de sus films siguientes.
Todo parece funcionar con la fuerza del oxímoron, esa figura retórica en la que se unifican en una misma frase dos conceptos contrapuestos: El relato íntimo y el despliegue visual de los bailarines; el ballet como práctica habitualmente considerada para un sector social aplicada aquí a la elaboración de una historia de tintes arrabaleros; la Fantasía de Chopin cruzada con los sonidos de los Wawanco. En otras palabras, todo apunta para una redefinición del arte en el que las distinciones entre alta cultura y cultura popular ya no tienen cabida. Así también este film podría pensarse como un aporte a las nuevas generaciones de cineastas. En tanto estos lidian con la aspiración a un realismo de los espacios y tramas vacías, en algunos casos exasperantes, él opta por el encierro en un estudio, la artificiosidad en el decorado y los movimientos de los actores. No se trata ya de recurrir a un mito popular, sino de construir mediante esta puesta a su propia figura como leyenda.


Oubiña, David y Gonzalo Aguilar: El cine de Leonardo Favio, Editorial del Nuevo Extremo, 1993.
Schettini, Adriana: Pasen y vean, la vida de Leonardo Favio, Buenos Aires, Sudamericana, 1995.

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