miércoles, 6 de junio de 2012

MÁS MUERTOS QUE VIVOS.

Más muertos que vivos
De María Rosa Pfeiffer.










Teatro La Máscara, en el marco del Ciclo de Teatro Argentino. Piedras 736, CABA; Sábados 19:30 hs.
Dirección y puesta en escena: Héctor Oliboni.
Asistente de dirección: Cristina Sisca.
Producción ejecutiva: Claudio Lentz.
Actúan: José María López y Raúl Ramos
Escenografía, vestuario y realización: Lucía Trebisacce y Carlos Bustamente.

Pocas veces contamos con la oportunidad de asistir a obras sencillas y profundas al mismo tiempo. Será que el falso posmodernismo de estos tiempos nos lleva a la ilusión de igualar lo grato a la complejidad, lo bueno a lo complicado y rebuscado. Afortunadamente el teatro es tan diverso que podemos darnos el lujo de la simpleza. Con pocos recursos, el director ha logrado un producto artístico único, igual de único que cualquier otro que aspira a la obtención de los “más espectaculares efectos especiales”. Recurso preciado al que pocos tiene acceso, la mesura como valor moral poco alcanzable, se convierte en virtud artística a la orden de la intención dramática. Más muertos que vivos es una de esas obras. Una de esas en que te sobrevienen las ganas de compartir un matecito calentito con los personajes, de entrar en su universo simbólico para saludarlos, hablar con ellos, ser parte de sus representaciones también. Porque ya eramos parte. En el transcurso de la pieza teatral me sentí inundada por el sentimiento de pertenencia, de membrecía a la Comisión dirigente del pequeño cementerio de provincia del que solo quedaban vivos dos de sus miembros: Emeterio y Justino.
En un sentido, podríamos caracterizar a esta obra como “de costumbres”. Costumbre (del latín costudne, consuetudinem) implica un hábito, una práctica, una tradición o un modo de acción convencional que se repite o se lleva acabo reiteradamente por el hecho de estar acostumbrado. Nuestros personajes, cálidos, graciosos, sensibles; están familiarizados con su pequeño micromundo de relaciones en torno a la funeraria y cementerio del pueblo. Algo tan socialmente calificado como “terrible” aquí era la fuente de felicidad de la historia. El juego de dominó, las conversaciones entre amigos, la rememoración y evocación de recuerdos e historias pasadas. ¡Todo ese compendio de acogedores y cómicos intervalos dialogados! No sabemos si tales historias eran ciertas o no. Emeterio afirmaba y recreaba las condiciones emocionales de una escena vivida; Justino se refería a la misma escena de otra manera. Nunca sabremos la verdad puesto que, al fin y al cabo, tampoco sabemos con certeza si los recuerdos nos trasladan mágicamente a un “pensar denuevo” o a un “sentir denuevo”. Porque si hay algo que maravillosamente nuestros actores supieron enseñarnos durante sus 45 minutos de escenario, sean ellos conscientes o no de semejante proeza, es que, con el correr de los años, las imágenes seguramente se distorsionen y hundan en la negrura de nuestra memoria, pero no así los sentimientos. Sin importar cual de ellos tenía razón acerca de las fechas de muerte y acerca de otros pequeños detalles de los momentos remotos; ninguno de nosotros, espectadores atentos, sería capaz de poner en duda las emociones vividas de tales momentos. Existió una especia de comunión, común unión, confluencia de anécdotas evocadas en la que todos, incluida yo, fuimos partícipes. La ficción se vio entremezclada con la realidad. La verosimilitud del teatro fue más real que la realidad misma. Durante el desarrollo de la obra, no distinguía si eran nuestros Emeterio y Justino los que hablaban en el cuadro teatral o mágicamente charlaban conmigo.
                                                                                                                                Jessica Guarrina

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