lunes, 14 de enero de 2013

DAVID CRONENBERG





En el centro del día, tirado en el montón de sardinas viajeras de un coleóptero de abdomen blancuzco, un pollo de largo cuello desplumado arengó de pronto a una, tranquila, de entre ellas, y su lenguaje se desplegó por los aires, húmedo de protesta. Después, atraído por un vacío, el pajarito se precipitó sobre él. En un triste desierto urbano, volví a verlo el mismo día, mientras se dejaba poner las peras a cuarto a causa de un botón cualquiera.
Raymond Queneau. “Metafóricamente”, en Ejercicios de estilo.



En ese imprescindible libro llamado Ejercicios de estilo, Raymond Queneau confeccionó una serie de variaciones sobre un único tema utilizando en cada uno de los escritos un eje formal rector –la subjetividad, la síntesis, el verso alejandrino, entre las 94 posibilidades- a partir del cual narrar ese acontecimiento absolutamente trivial. Su sentido, la gracia que se desprende de la seriedad con la que se repite un episodio absurdo, sólo aparece al mirar el conjunto y constatar el juego de similitudes y diferencias que se establecen entre cada uno de los pequeños relatos.  Este texto, en su aparente simplicidad, se me presenta como una de las mejores definiciones del autor cinematográfico, entendido como aquel que puede articular insistentemente una misma idea valiéndose de una multiplicidad de mecanismos para hacerla visible. El ejercicio de Queneau, pensado tal vez como una humorada, pone en evidencia una lógica que se aplica sólo a unos pocos realizadores del cine contemporáneo, entre los que se encuentra David Cronenberg.

Buscando desentramar algunas particularidades de su estilo, la cita al escritor francés me sirve como una excusa ideal para enfocar el análisis en dos cuestiones que considero centrales: Queneau era un artista interesado, al igual que el canadiense, en las ciencias duras y en el modo de entablar un diálogo desde su arte con los criterios utilizados por las disciplinas aparentemente más distantes de su horizonte –las matemáticas, la física, etcétera-. Por otro lado, el epígrafe resulta particularmente rico al adoptarlo como metáfora –cuestión que por otra parte está presente en su título mismo- de aquello que representa la mayor preocupación del director en cuestión: las vicisitudes del cuerpo, de la carne, en un mundo dominado por la biopolítica y por sus transformaciones vivenciadas en la sociedad contemporánea. Siguiendo este eje, pretendo realizar algunos apuntes sobre sus films para prestar atención al modo en que se inscriben cuestiones como la anatomía, sus mutaciones, el dolor, las relaciones –el sexo, el amor, pero también las tácticas de control-.

Más allá de atender a las persistencias -las que, en su caso y sin exagerar demasiado podrían calificarse de obsesiones-, también resulta interesante dar cuenta de los cambios internos para evidenciar las variaciones dentro de un estilo claramente reconocible, fundamentalmente al tener en cuenta que su dilatada carrera se extiende desde finales de los años sesenta y continúa en la actualidad.

Prolegómenos: La ciencia, la literatura, el arte.
Según los datos biográficos, sabemos que su formación no estuvo originalmente ligada al cine sino al estudio de las ciencias en la Universidad de Toronto, carrera que abandonó por la literatura. Una tercera área de interés se desprende de su acercamiento a las artes visuales. Se tratan de elecciones que, aunque aparecen a primera vista como extrañas, permiten entender una búsqueda particular que  una manifestación palpable en su propia obra. Borges decía que cada escritor crea sus propios precursores. En el caso de Cronenberg, la formulación de un árbol genealógico en el que quedan reunidos momentos e idearios aparentemente incongruentes, apunta a la construcción de un mundo alejado del ideal clásico, al abierto regodeo con el feísmo y lo aberrante y, no menos importante, a la puesta en duda del ideal de progreso producto de los avances científicos. En el establecimiento de su propia mirada sobre estos problemas es donde el diálogo con algunas tradiciones filosóficas o artísticas particulares se torna hondamente productivo.
Anteriormente se mencionó la importancia que el cuerpo adquiere en su cine. Aunque podría decirse que la totalidad de su filmografía está atravesada por una reflexión sobre esta cuestión, en su mayoría el pensamiento que se elabora sobre el cuerpo se asocia específicamente a la explicitación de los efectos que la ciencia tiene sobre los sujetos. En varios films se reitera la figura de científicos o creadores (Shivers (1975), The Brood (1979), Rabia (1977), La mosca (1986), Pacto de amor (1988), eXistenz (1999)). Sus actividades, los experimentos que realizan, son, más allá de núcleos argumentales fuertes, el vehículo mediante el cual se actualizan algunos dilemas individuales o sociales.
Si su formación científica se evidencia como un rasgo constante, su relación con la literatura ha marcado también una huella fuerte. No sólo porque muchas de sus obras son transposiciones de obras literarias (El almuerzo desnudo, de William Burroughs: Crash, de J. G. Ballard o La zona muerta, de Sthepen King, entre las más conocidas) sino también porque el vínculo con esta disciplina aparece igualmente anclado en una serie de alusiones, tópicos y formas que remiten claramente a ciertas corrientes que moldean su ideario. Así, su cine se configura como un compilado de lecturas aparentemente tan diversas como la novela romántica, las obras de la generación beatnik, pasando por las expresiones literarias y filosóficas del existencialismo. Más allá de una filiación reconocida, sus films no se presentan como objetos subsidiarios de lo literario. El despegue de la palabra escrita aparece en la importancia que adquieren las opciones de puesta en escena, entendida como principio de organización de un arte autónomo. De esta manera, las adaptaciones que realiza no aparecen como transcripciones puras sino que, por el contrario, sus autores de cabecera se incorporan a la propia idea de mundo, la cual busca sus medios de expresión en el tratamiento de la imagen y el sonido que constituyen su marca personal. Así también, dentro de la órbita de las artes visuales podrían encontrarse aires de familia con varias tendencias del Siglo XX, particularmente con la pintura de Francis Bacon o, más cercanas a en el tiempo, con las performance de artistas como Orlan y Bob Flanagan, quienes, al igual que este director, concretaron sus obras a partir de la exhibición de las atrocidades de la enfermedad y la ciencia sobre los cuerpos.[1]

I.               Los primeros años
Si su etapa formativa lo ubica en contacto directo con estas disciplinas, su ingreso al campo cinematográfico se produce en un momento histórico que tendrá también una clara influencia. Sus inicios se concretan dentro del linde entre los últimos coletazos de la modernidad y el inicio de una etapa en la cual la política de los autores marcaría su declinación como forma contestataria. Asimismo, el final de los años sesenta –momento en el que se produce el estreno de Stereo (1969), su ópera prima- está caracterizado por la rearticulación del predominio de Hollywood y, por ende, por la recuperación de una lógica de producción sometida a la prerrogativa de atraer al máximo posible de público entendido como consumidores. Así también, sobresale en esta etapa un renacimiento de los géneros como aquellas plataformas que, en algunos casos, como este, sirvieron para expresar –en alguna medida- una mirada propia sobre el entorno.
Esta primera fase de su producción –situada entre Stereo y Videodrome (1983)- se define por la apropiación y reelaboración de dos géneros considerados menores dentro de la tradición mainstream: el thriller y la pornografía. En su caso, ambos posibilitan el establecimiento de una mirada sobre lo corporal que se manifiesta, por un lado, en la construcción de universos en los que la tecnología cumple una función de manipulación y control colectivos, en tanto que las alusiones al porno brindan el marco para una indagación profunda sobre aquello que constituye el resquicio más íntimo de lo corporal: la sexualidad. Cronenberg utiliza ambos formatos y se vale ellos para desmontarlos críticamente. En sus películas, los mecanismos habituales del thriller –la acción por encima de las cavilaciones reflexivas, las relaciones entre individuo y conjunto y, sobre todo, la figura del enemigo como amenaza al statu quo- adoptan una forma subversiva. Shivers  inaugura una serie de películas cuyo tema principal radica en los efectos que las enfermedades tienen en una población. En el film, un parásito desarrollado por el Dr. Hobbes para combatir el avance del racionalismo en los habitantes de una torre deviene festín sexual en el que el desborde del contacto corporal contamina las relaciones en tanto se propaga la enfermedad. De entrada nos encontramos con una broma autoconsciente: el nombre del científico remite al filósofo Thomas Hobbes, el referente principal del empirismo, corriente opuesta al racionalismo representado por Descartes.
El factor de amenaza no se postula como causa exterior sino que la misma se transmite entre los habitantes y los vuelve partícipes de la propagación de la epidemia. Distanciado de la visión clásica del thriller en la que el enemigo es reconocido como una fuerza ajena, en esta película la enfermedad surge del accionar de los propios cuerpos. Así también, la peste adquiere un significado particular: es ella la que posibilita la aparición del comportamiento real de los habitantes de la Starliner Towers –miembros de una burguesía a la que el film acusa- al exhibir sus bajezas. La enfermedad se torna metáfora en cuanto facilita la denuncia contra una sociedad controlada en sus mecanismos más recónditos. Por otro lado, la propagación del mal permite la aparición de una sexualidad que, no obstante, dista de plantearse como gozosa. La apelación a la iconografía explícita típica del porno actúa, al revés de lo que podría pensarse, como excusa que propicia la apertura a un cuestionamiento a la falsa liberación sexual que, en definitiva, busca el encausamiento del comportamiento social. Al transfigurar ambos esquemas se desprende el sentido de la apelación a los géneros, el cual queda expuesto cabalmente en la resolución del film. En él, los desvaríos sexuales producidos por la enfermedad son encaminados y doblegados. Lejos de pensarse como una celebración del goce y el exceso, el pesimismo del director postula una crítica a la seudolibertad. Si ubicamos a esta película en relación con su contexto de producción –los años de explosión de los discursos sobre el amor libre- , podemos juzgar su postura negativa como un guiño nada complaciente.
Rabid (1977) apela nuevamente a la enfermedad como núcleo dramático aunque en este caso el film se desarrolla desde la óptica de un personaje en particular. Una mujer joven se somete a una cirugía plástica experimental después de sufrir un accidente. Como resultado de la intervención, se forma en su axila un órgano pequeño similar a un falo. Mediante la implantación de este cuerpo extraño Rose deviene una suerte de vampiro que asedia a sus víctimas para transmitirles la plaga que da nombre a la película. Al igual que lo que sucede en Shivers, la propagación del mal ocasiona la liberación de las conductas reprimidas de los individuos. Como en aquellas películas de zombies estrenadas en esos mismos años, la ciudad se torna el escenario propicio para el despliegue de las persecuciones.
Por su parte, el personaje de Rose encarna la síntesis perfecta entre una ninfómana perversa y el asesino serial típico de los films de terror de la época. Sexualidad y muerte se unen en una díada inseparable, temática que tendrá sus derivaciones en films posteriores (piénsese en Crash, por ejemplo).  Pero además, la elección de Marilyn Chambers para ocupar el rol protagónico provoca unos significados suplementarios.  La actriz se encontraba en el pico de su fama después de su intervención en Detrás de la puerta verde (Artie y Jim Mitchell, 1972), un éxito del cine erótico de esos años. Se trata de una inclusión en ningún modo inocente: Cronenberg subvierte el sentido tradicional del erotismo –concebido desde siempre como un género en el que la mujer toma el lugar de objeto destinado a la mirada masculina- al convertir a una estrella del género en victimaria. La escena del cabaret es clave en este juego de inversiones: Rose ingresa al sitio y toma posición de forma idéntica a la que asumen los hombres/voyeurs del espectáculo. Ellos se creen los dueños del poder sin saber que en realidad son el centro de una mirada que los rebaja a la categoría de víctimas. Así, los mecanismos de la pornografía se desmantelan a partir de la transgresión de su norma básica.
En ambos films subyace otra cuestión capital en la obra del director: Las afecciones no son asumidos desde una óptica negativa sino que, por el contrario, el desorden que produce la peste en la sociedad se presenta como el estado ideal desde el cual desenmascarar la falsa moral oculta tras una aparente fachada de tranquilidad. En esta reivindicación de la enfermedad como acto de liberación aparece el sentido subversivo de sus propuestas. Estas decisiones son coherentes con la recurrente representación de lo ominoso y horripilante que conforma el sustrato poético de muchas imágenes exhibidas en sus películas (pienso en las transformaciones del cuerpo del protagonista de La mosca o de Festín desnudo, en los enanos que aparecen en The brood o en las operaciones realizadas por los médicos de Pacto de amor). “La Enfermedad suele tener detalles repulsivos no aptos para estómagos sensibles” sostenía Burroughs en el prólogo a El almuerzo desnudo.
Aún en aquellos films más distanciados de la estética gore que predomina en sus largometrajes iniciales, el tratamiento visual relativo al cuerpo recupera esta tendencia a lo descarnado, a lo literal. En varias declaraciones el director afirmó que su cine debía ser leído desde la lógica de la enfermedad. Para él, lo corporal no sólo constituye un epítome de lo social, sino que su existencia en pantalla sólo es posible en la medida en que exhibe unos síntomas de desorden. Por ende,  no sólo toda forma de propagación sino también de procreación, o sea, de multiplicación de nuevos cuerpos, son consideradas como vehículos de destrucción. Siguiendo esto, podemos ver cómo en un film como The brood la noción de familia que maneja Cronenberg se entiende como la génesis del mal. En ninguna de sus otras películas se expresa con mayor radicalidad una mirada repulsiva sobre este tipo de relaciones. Aquí, como sucedía en Shivers, el terror emerge de aquello que el propio cuerpo es capaz de engendrar.
Si el tópico de la epidemia permitía ejercitar una mirada sobre el proceder de la sociedad contemporánea, un film como Videodrome altera la perspectiva de interés para concentrarse directamente en la descripción de los mecanismos de control puestos en juego en una era signada por el predominio de la tecnología. Nuevamente la carne es sede de una invasión, aunque de otro tipo. Haciéndose eco de los debates sobre el biopoder entendido como la forma de dominación más sofisticada, dado que es ejercida directamente sobre el cuerpo de los individuos, este film construye un trayecto narrativo en el que un empresario de un canal pornográfico desarrolla un chip aplicado al cerebro de los consumidores. Así, lo que la película describe de manera explícita es el grado de inserción  de los medios en la vida de las personas. Si el cine moderno instituyó la idea de no inocencia de toda imagen al evidenciar los mecanismos de construcción de la ficción, este film dialoga con esa tradición al volver literal (carnal) las tácticas implementadas por los medios de comunicación en la captación de consumidores.   Apelando nuevamente a una metáfora corporal, la hegemonía de los mass-media es representada mediante una  literal intrusión. Desarrollando un salto cualitativo con relación a aquellas distopías literarias sobre las sociedades de control al estilo del 1984 de Orwell, Cronenberg despliega un nuevo capítulo en el que se impone su visión confrontativa respecto de dichas estrategias llevadas a cabo por un poder que no duda en atravesar la carne (de hecho en nuestro país el film se estrenó con el título de Cuerpos invadidos) para alcanzar sus propósitos de dominación.
Si en The brood la amenaza se asociaba directamente con la familia y los nacimientos, en Scanners el argumento recupera este último tema desde un enfoque distinto. Una droga aplicada a mujeres embarazadas ha creado una generación de individuos –los Scanners- beneficiados con el don de la telepatía. Enfrentados a estos, el relato construye al enemigo materializado en los representantes de la corporación ConSec interesada en capturar a estos hombres para utilizar sus capacidades con vistas al control de la sociedad. La organización dramática es construida de una manera esquemática y tradicional en la que rápidamente se reconocen héroes y villanos (lo que quizás haya sido una de las causas de su éxito entre el público, a diferencia de las anteriores). Asimismo, desde las primeras imágenes el espectador es conducido a identificarse con uno de los bandos, al proponer a los Scanners como víctimas aunque sin recurrir por ello al miserabilismo.
La secuencia del centro comercial con la que se abre el film resulta un ejemplo claro del tipo de trabajo sobre la puesta en escena que caracteriza a David Cronenberg. Scanners se inicia con unas imágenes de textura realista en la que se muestra el shopping y a las personas que circulan por allí. Un corte directo marca el ingreso de un marginal en búsqueda de comida. Frente a la opulencia capitalista del espacio, su condición de paria queda magnificada por los efectos del contraste. En este prólogo, rápidamente se evidencia una tensión que, hasta el momento, se configura como exclusivamente económica. Mientras la cámara acompaña los movimientos del sujeto, se articula el suspense mediante el montaje alterno con las miradas de los transeúntes. Cuando finalmente se dispone a comer los restos de comida que alguien dejó, las miradas se tornan más incisivas. Una mujer explicita su desprecio al intruso. En este punto, cuando la tensión del seudodrama de tintes sociales ha crecido enormemente, Cronenberg hace estallar todo realismo para imponer el artificio. Los movimientos hacen visible la emergencia de poderes sobrenaturales en aquel hombre con el la narración nos ha identificado como espectadores. La telepatía se actualiza en pantalla con toda su carga de violencia liberadora, justiciera, y se dirige contra aquella mujer despreciable haciendo que sufra de convulsiones. A partir de este despegue del realismo, el relato se asume plenamente dentro de las coordenadas de la ciencia ficción. Pero para que esa construcción irreal nos interpele debe dar cabida primero al reconocimiento de un universo identificable. Si la secuencia logra estos objetivos se debe a que Cronenberg maneja a la perfección las herramientas que hacen posible la emergencia de lo siniestro. En sus películas, lo extraño, lo inexplicable, adquiere su dimensión terrorífica en la medida en que aparece bajo un contexto absolutamente familiar.

II.
Si en las primeras películas se desplegaba una perspectiva más claramente separada de la realidad, en  la segunda fase de su producción –iniciada con La zona muerta (1983)- el tratamiento de la imagen tenderá a referir a unos universos cercanos. La emergencia de lo extraño seguirá irrumpiendo con fuerza, aunque en este caso lo hará dentro de unos entornos reconocibles. Sin dudas una película como La mosca tiende a un progresivo enrarecimiento de las coordenadas de identificación conforme el relato avanza alrededor de las mutaciones del protagonista. Pero lo que separa a las historias de Seth Brundle o Johnny Smith –el personaje principal de La zona muerta- de los desenvolvimientos de los sujetos en los films de los setenta, es que en ellas lo ominoso se despliega exclusivamente en el terreno de la intimidad y, en consecuencia, no produce unos efectos en el conjunto de la sociedad. En este sentido, los films de la segunda etapa abandonan el examen de situaciones colectivas y se repliegan en la interioridad de los personajes, haciendo de sus cavilaciones el foco de interés de los relatos. Haciendo un paréntesis: resulta interesante observar que, en el contexto de los primeros años de aparición del SIDA -con toda su carga de paranoia colectiva y desconfianza hacia el otro- sus películas continúen tematizando cuestiones vinculadas a enfermedades pero desde una óptica netamente individual.
Más allá del visible cambio de rumbo, varios de los temas presentes en La mosca revelan una continuidad con sus afinidades previas. Esta película en particular se recorta claramente como un paradigma de las conexiones con el discurso de las ciencias, así como con cierta tradición literaria y artística. Una posible síntesis de estos intereses se observa en el parentesco no explicitado que la obra (como otras, anteriores y posteriores) sostiene con un clásico de la novela de terror como es el Frankenstein de Mary Shelley. Al igual que en la historia de Shelley, en sus películas la imagen del científico queda homologada a la figura romántica del creador único –un artista- que concreta sus descubrimientos ,su obra, en solitario y como gesto desafiante a las leyes de la naturaleza. Idéntico deseo de experimentación radical e innovación unen al Dr. Frankestein con Seth Brundle. Una fijación que, en este último, lo induce a colocarse a si mismo en la posición de conejilo de indias de sus propios ensayos. Siguiendo el precepto de las tragedias griegas –otra filiación posible, aunque aquí lo trágico pierde toda vinculación con algún designio divino-, la concreción de la Hybris o, en  otras palabras, la aparición de la desmesura en el héroe que pretende superar a la naturaleza, es la desencadenante del castigo, la causa de su muerte. Con esta resolución, que se ubica en sintonía con gran parte de los casos en los que su cine alude al discurso científico, se fortalece su visión antipositivista sobre el tema. Como artista de su tiempo, Cronenberg sostiene una mirada fuertemente pesimista que obtura toda posibilidad de confianza en el progreso.
Independientemente del diálogo entablado con estas tradiciones, el film resulta una gran reflexión sobre la decadencia del cuerpo, como también un discurso sobre el amor entendido como un afecto doloroso (tema que aparecerá regularmente en su obra posterior). Además –y es importante no perder esto de vista-, La mosca es una prueba contundente de que es posible hacer un cine masivo y entretenido sin renunciar a la enunciación de las propias obsesiones.
 Su siguiente película profundiza estas búsquedas. Pacto de amor narra el derrotero de dos ginecólogos gemelos (genialmente interpretados por Jeremy Irons) imbuidos en una espiral perturbadora de interrogación sobre la anatomía femenina. En paralelo a estas experiencias sobre el cuerpo que los conducen al desarrollo de una variedad de aparatos con los cuales adentrarse en lo más íntimo de la sexualidad de la mujer, los hermanos constituyen la excusa perfecta para una reflexión sobre la figura del doble como entidad siniestra. La relación que entablan con una de sus pacientes a la cual engañan al aparecer como si fueran uno sólo implica también una vuelta de tuerca sobre las figuraciones de la realidad y el simulacro. Siguiendo esta lógica, se adhiere a la configuración realista el progresivo extrañamiento producto de las investigaciones que los médicos encaran.
La tensión que se establece entre la realidad palpable y aquellas situaciones inexplicables que la desbordan atraviesa toda la filmografía del director. Una dualidad que no sólo configura las líneas principales del relato, sino también el tratamiento figurativo de varios motivos. Si el cuerpo constituye el tema central de su cine, el tipo de representación no escapa a esta lógica que busca una unificación entre lo real y su imagen deformada. En sus películas, los personajes experimentan una multiplicidad de fenómenos asociados a cuestiones físicas.  Injertos, cortes y mutaciones constituyen algunas de las posibilidades de inscripción de los cuerpos en pantalla. Pero aún cuando aquellos malestares aparezcan como alejados de todo horizonte conocido, sus manifestaciones más evidentes se recortan bajo parámetros hiperrealistas. Volviendo a Scanners: La escena más célebre del film –la explosión en primer plano de la cabeza de un personaje- se construye siguiendo este esquema en el que se combina un efecto extraño en un contexto absolutamente natural. En una época en la que aún no se encontraban desarrollados los grandes efectos especiales, las imágenes sobresalen por su autenticidad descarnada.
Por otra parte, las posibilidades de que a alguien le estalle literalmente la cabeza resulta absolutamente imposible dentro de nuestras vivencias –como también lo son el hecho de que alguien se transforme en una mosca gigante o que a una mujer le implanten un micropene en un brazo-. Sin embargo, el grado de verismo, de literalidad utilizado para representar las mutaciones del cuerpo conllevan un efecto de incomodidad producto de su cercanía. Valiéndose de estas estrategias, el cine de Cronenberg, probablemente como el de ningún otro, logra traducir el malestar de los personajes en sensaciones físicas en los espectadores de sus películas.
De lo anterior se desprende casi como una consecuencia natural su deseo realizado de trasladar a la pantalla El almuerzo desnudo de Burroughs. La novela en sí misma se propone como un viaje por las alucinaciones producto del consumo de drogas, como el intento de transmisión de unas emociones intransferibles. Se trata de un conjunto de imágenes inconexas, viscerales, que adquieren su valor en la medida en que golpean directamente al estómago del lector. Contenido y forma resultan ideales para la materialización de unas imágenes revulsivas típicas de la iconografía cronenbergueana. Independientemente de que el libro haya servido de base para la construcción de toda una parafernalia visual extravagante –con insectos gigantes, metamorfosis y muertes-, el film se sirve de estos elementos para ahondar en el discurso sobre los límites entre aquello que conocemos como el mundo real y las alucinaciones y experiencias de la imaginación. De esta manera, Festín desnudo construye una historia en la que se incluyen algunos hechos de la propia vida de Burroughs no presentes en la novela –el fatídico asesinato de su propia mujer, por ejemplo-. Así también, aquellas visiones alucinatorias que aparecen constantemente se articulan y fortalecen dentro de un contexto absolutamente identificable en el que se mueve el protagonista. Nuevamente, entonces, los planos de la realidad y la fantasía se intersectan en las imágenes y de este modo el texto original queda adherido a la poética individual.   
Otros dos films radicalizan estas preocupaciones valiéndose de distintas operaciones en cada caso. En eXistenZ (1999), Jenniffer Jason Leigh interpreta a Allegra Geller, una diseñadora estrella de juegos de realidad virtual. En la presentación de su última obra es asediada por un miembro del público que pretende asesinarla y destruir su creación. Ayudada por Ted Pikul (Jude Law) logra escapar y ambos ingresan al juego para resolver la situación.  Utilizando los recursos básicos del thriller de persecuciones, eXistenZ desarrolla esta historia que, en la medida en que se despliega, tiende a desarticular todo límite entre aquel supuesto mundo “real” de los personajes y el universo imaginario del juego en el que están inmersos. El atractivo de la narración, por lo tanto, resulta de la confusión habilitada por una estructura de cajas chinas en la que termina siendo imposible discernir en qué lugar se encuentran los héroes. M. Butterfly (1993), por su parte, coloca igualmente en primer plano el problema de los límites entre realidad y fantasía, aunque aquí esta cuestión se manifiesta en la subjetividad de su protagonista. El film narra el enamoramiento de René Gallimard, un diplomático francés radicado en China, hacia Cio-Cio San, el personaje femenino de la ópera Madame Butterfly. Mediante la relación que se entabla entre ellos, se abre un juego de enmascaramientos múltiples: la heroína de Puccini es interpretada en realidad por un hombre, que al mismo tiempo oculta bajo esta actividad su condición de espía del gobierno chino. Aunque ambos secretos se develan, persiste el sentimiento en Gallimard. La razón de esto se debe a que su pasión esta dirigida no hacia el hombre sino a la imagen de ficción representada por la heroína operística. Entonces, frente a la caída del disfraz que supone la asunción de la verdad, el protagonista opta por magnificar la fantasía. Su muerte, tal como sucede en la última escena, sólo es posible bajo los influjos de aquella ópera, trazando así el instante en que se concreta la unión definitiva entre el personaje y la obra amada.
Este film ha recibido los mayores dardos por parte de aquellos detractores del cine de Cronenberg. Sin embargo, el modo en que encara la cuestión del amor recuerda a otros trabajos en los que el realizador se ha acercado a este tema. Crash, su film inmediatamente posterior, se manifiesta como una indagación sobre la sexualidad y los vínculos amorosos inspirados bajo el precepto de la disidencia. La pareja protagónica, tras sufrir un accidente automovilístico, inicia una relación íntima. El trauma sufrido –el equivalente en clave años noventa de las enfermedades de sus primeras obras- adquiere una dimensión determinante en la medida en que no sólo posibilita el encuentro entre ambos sino que también funciona como aliciente para alcanzar el goce sexual. Así, los personajes se sienten atraídos por todo lo relacionado a choques, a la velocidad, a las mutilaciones y al dolor.
Con esta película se abre un nuevo capítulo que apunta a la importancia de la tecnología –los autos en este caso- en la conformación de una corporalidad contemporánea. En este sentido, el lugar ocupado por las máquinas se patentiza en las escenas en que los protagonistas descubren que el acto sexual puede experimentarse de una manera radical sólo cuando se ponen en contacto con los automóviles. Así, lo que en un principio se percibía como símbolo de destrucción se resignifica en su opuesto.  Pero también, el realizador se sirve de la repetición del acto traumático fundacional para enlazarlo a otro de sus temas recurrentes: el punto en el que se encuentran y confunden las experiencias vividas con sus representaciones ficticias. El papel jugado por Vaughan, el hombre que monta un espectáculo en el que recrea el accidente en el que muere James Dean, se configura como la instancia clave de la que emerge nuevamente una nueva articulación cinética entre realidad y fantasía. Pero en este caso, a diferencia de lo que ocurría en M Butterfly, es la realidad descarnada de la muerte la que alcanza el status de obra de arte.
Crash genera a su vez conexiones con algunos presupuestos de las vanguardias de principios de Siglo XX. Si el futurismo pretendía una fusión entre el hombre y la máquina, el film se hace eco de esta idea que  retorna incesantemente en el deseo de los personajes. Pero también, en la muerte convertida en espectáculo se intuye una voluntad, también cercana a los postulados de vanguardia, de unión entre el arte y la praxis vital.

III.
En la evolución de su estilo se perfila una última fase en la que se agrupan sus más recientes producciones estrenadas hasta la fecha. En esta etapa la atmósfera de irrealidad desaparece definitivamente haciendo que las historias se desplieguen sobre el trasfondo unos ámbitos reconocibles. Los preceptos de la ciencia ficción se dejan de lado para abordar unas narraciones fundamentalmente a partir de la exposición de la dimensión psicológica de los personajes.
Quizás Spider (2002) se presente como un punto de transición en función de que su relato se estructura como un movimiento oscilatorio entre el presente y la actualización de los recuerdos (no ya las fantasías o alucinaciones) de su protagonista. Nuevamente aquí la experiencia traumática se traduce en locura. La transmisión del dolor es producto de una narración que se adhiere completamente al punto de vista del personaje. Posiblemente se trate del film más difícil del director, en la medida en que también se eliminan los grandes momentos de acción y sólo permanecen las cavilaciones internas. Spider es una obra depurada, ascética, pero no menos obsesiva que las anteriores. El costo de este vuelco radical se tradujo en la dificultad para recuperar el dinero invertido. Su carrera continuará, entonces, por un camino que, sin tomar  distancia de sus inquietudes fundamentales, busca los medios de lograr una repercusión masiva. Una historia de violencia (2005) y Promesas del Este (2007) son, en efecto, sus films más taquilleros y de mayor presupuesto hasta el presente. Y el mérito de esto recae, independientemente de otros factores externos, en las decisiones de puesta en escena, en su pericia al momento de articular una narración sólida mediante unas imágenes potentes. Alejadas de los efectos especiales que abundan en las películas de acción contemporáneas, estas obras se distinguen por una perfecta síntesis entre la exposición de dilemas internos y la manifestación de una carnalidad exasperada. La escena de la pelea en el sauna de Promesas del Este resume este virtuosismo evidenciado en el manejo del tiempo, en el uso de un montaje abrupto y casi musical, y en su habitual capacidad para exhibir con crudeza la violencia sin necesidad de artilugios. El estremecimiento que sentimos al presenciar cómo el héroe atraviesa con un cuchillo el ojo de su contrincante simboliza toda una trayectoria en la que su cine ha buscado shockearnos –al igual que aquel famoso corte del ojo de Un perro andaluz (1928), obra fundacional del surrealismo cuyo legado ha sido bien aprendido por el director- desde la transmisión de una fisicidad sufriente. Nadie como Cronenberg ha podido mostrar con tanta belleza la insoportable finitud del cuerpo humano.

JORGE SALA
PUBLICADO EN LA REVISTA ARTEXTO N 5


[1] En su ensayo Malas y perversos: fantasías en la cultura y el arte contemporáneos,  Linda Kauffman traza una red de artistas constructores de una “antiestética” responsable de impugnar los preceptos que sustentan al canon dominante en la que incluye trabajos sobre los performers mencionados junto a un interesante análisis de la obra del realizador canadiense.
















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