Por
Vicente Zito Lema
I.
Legitimidad y urgencia del arte.
El espíritu de la época se obstina con su realidad:
para que los actos del mal ocurran también se precisa de una estética, sea que
los cuerpos del martirio social se arrojen a las aguas, se profanen en un
basurero o se humillen por Thánatos en el medio de la calle.
De allí que se agudice la dictadura del pensamiento
que impone a palos la finitud opacada
de la historia y el abandono de los grandes relatos, que anticipan y
resguardan las epopeyas de la criatura humana. La contracara triunfante es un
obsceno estilo de vida, que deviene, entre otras cosas, en la hipocresía
reluciente del artista adaptado (o castrado), que se pavonea en los bordes de
la angustia ante la crueldad del mundo, pero no deja de reproducirlo, con una
complicidad que linda la perversión, mientras se lame su dorado ombligo con
aires de Don Juan, y engendra la inexorable confusión de la belleza con la
muerte, sea literal o metafórica, siempre de «buenos modales», aún cuando lave
su lengua en un campo clandestino o en un burdel.
Urgidos por el
pudor del náufrago que sobrevive al naufragio, conscientes del
privilegio de integrar el discurso de resistencia social y a la par romántico
del arte (o sea: sobre el escenario de las Masacres del Poder –expuestas o
veladas, jamás asumidas– pulsar la cuerda amorosa que sublima las tristezas y
las pérdidas del alma, y despreciar la conversión de la belleza en mercancía de
éxito, jugando la partida de ser en la existencia a todo o nada), alegamos con
más precariedad que certeza por la necesidad de la verdad –histórica y social–
en el proceso de construcción de la belleza, como esencia e inmanencia de la
vida, en una época donde la ferocidad del poder aviva la muchedumbre cotidiana
de desgracias.
Se trata de la decisión, profundísima, de instalar una
génesis contestataria de la belleza (véase una sombra dionisíaca a contrapié
del orden apolíneo), en su convulsión dialéctica. Una belleza de la sospecha
para la verdad, el peligro como estética y la desesperación nutriendo la ética
final, que se alza sobre la experiencia dolida o feliz del otro, experiencia
que sentimos como propia y así la revivimos, siempre apasionados.
Una belleza marcada con hierro en las montañas de la
libido, que condena la mansedumbre del buey, orina sobre el lecho donde la paz
duerme en los brazos del esclavo e interroga sobre el sufrimiento del
sufriente. Una belleza que ata y desata, que mueve y conmueve, que se vale de
los balbuceos y los silencios, la ira y los rezos hasta consumar el grito que
demuela. (La serenidad y la contemplación se dejan para los muertos en el fin
de la contienda.)
De una voluntad por develar los pliegues de la realidad, que fue lírica,
y que hoy sin renegar de los celestes del cielo se asume apostrófica (como el
piso del chiquero perlado de sangre y excrementos, que espanta a los ángeles de
la pesadilla, y que el poder nos desafía a transitar), nacen los cantos de
pasión por la belleza, siempre agitada, estremecida, en su vastedad de
géneros y en su multiplicidad dramática; son su aurora.
Pasión por la belleza, eterna en su origen, y más que
agónica, liberadora, en tanto no ceda el combate entre la luz y las tinieblas y
aceptemos ser fieles como artistas a una exaltada poética de la existencia, que
no admite dudas ni titubeos: obliga a quemar las naves.
A caballo de las visiones, las imaginaciones y las
experiencias en la misma vida (en lo irrenunciable de esa vida, en lo que no se
representa ni delega), hablamos de una ansiedad de luz, entendida como razón poética, y de una praxis tan redentora como
subversiva, que no renuncia, en la urgente necesidad del que se ahoga, a
castrar las manos del verdugo. Paroxismo de la conciencia, belleza al fin,
frente a la oscuridad profunda –tan cruel como pertinaz, la impía– con que la
muerte, en las fronteras del olvido, disfraza nuestro tiempo ante las almas
extraviadas por el mismísimo dolor...
...Cada mañana la mañana / pálida y aún frágil
/ abre los ojos de la mañana que espera...
2.
Los preludios a la belleza.
Primer preludio
El universo es una diáspora de finitudes y es
un concierto de silencios; diríase un espasmo de azahares con pétalos de luz en
el inicio y en el fin. El universo es materia de suspiros que estremecen, que
mueven el aire y besan sin pudor los pies de la belleza.
La belleza se pavonea a sus anchas entre las
nubes, se siente feliz, se sabe alagada y las nubes sin origen no dejan de
latir, igual que una brizna del estío, perpetua en el vaivén de los brazos que
la abrazan…
La belleza, inmaculada y gemida estuvo en el
principio, fue el motor que mueve a las nubes, sigilosas, presurosas, puro
páramo que desechó el abrigo, vacío de las palabras, sombras del signo… La
belleza fue un regocijo celeste y nos reúne; la belleza púrpura nos ilumina,
allí lejos, en el espacio sagrado donde los ojos renacen… Nunca habrá oscuridad
en el paraíso perdido…
Sin la belleza –he ahí el cielo y he ahí las
nubes– no existiría el alma humana. La belleza es el sustento del alma, también
su testimonio… Más aún: el alma humana (o sea: el alma en su cuerpo, no el alma
en el alma, no el alma en la naturaleza, no el alma en los dioses y en sus
ángeles), es un alma que existe para que exista la belleza, para que no se
derrumben, inútiles en su soledad, los cielos y sus nubes.
Sí, hay un alma que responde a la necesidad de
la belleza, como hay una belleza en las nubes y en el cielo (ese cielo que nace
cuando cerramos los ojos, penosos de tanta pena en la tierra), que da sentido a
la vida y poesía más que azar al universo…
¿Cómo, entonces, esa liviandad de la razón
mientras se separan las almas y los cuerpos, tan rápidos como las yeguas en
celo, sobre las pampas del verano? ¿No se envilece así el cuerpo y agoniza el
alma en los vacíos tormentosos de su vacío yermo, sin oportunidad de belleza?
¿Hablar del alma humana como espacio de la
belleza en el orden de lo real, cuando lo humano del alma es una totalidad
destruida hasta el hartazgo, fragmentada y lastimada como ese polvillo celeste,
esa incandescente gracia de los astros moribundos que devora la noche jamás
saciada en la vastedad del infierno?
¿Quién recuerda, ahora que la luz manchada de
una tarde hostil se agita, el comienzo y las razones de esta historia sin
tiempo, en cruel y obstinada naturaleza de perversión que vivimos y
reproducimos, como si tan sólo fuera una partitura que espera a un ángel para
que pulse la lira? ¿Quién memora, cuando la noche arriba entre bocanadas
rancias de humo y de sangre, el rosario de martirios y vejámenes que huelen a
eternidad, igual que una peste, con la mayor parte de la humanidad sufriendo la
maldita sed y el maldito hambre, navegando en la nave de los poseídos por los
ríos sin agua, sin peces, sin belleza? ¿O no hay una humanidad obligada a
sobrevivir fuera de sí y de la humana belleza, porque el cuerpo tampoco ya es
humano, sacrificado en los basurales, convertido en estatua de sal entre los
páramos oscuros, donde jamás alumbra la estrella de la mañana y hasta la
belleza misma es una pasión de tristeza, más que triste, lúgubre, más que
lúgubre, cayendo como lluvia de ácido sobre la desnudez sin límites de la
desnuda pobreza…?
Oh, sí, miremos, quizás extenuados, quizás
aterrados, pero miremos –por días, por años, por siglos– a una muchedumbre en
el desvarío y en esa soledad que anida en la soledad quejada de los cuerpos más
que ajenos, enemigos… Una muchedumbre en la desesperación y en el dolor, petrificada
–con brutalidad, con alevosía…– en la agonía perpetua del peor de los exilios…
Extravío y pesadilla del destierro que pagan y pagarán con usura los cuerpos; fuera
de sí, tan lejos de su alma; fuera de sí, tan lejos de la belleza; fuera de sí,
tan lejos de la vida, como si solo la vida viviera en la muerte…
Como escritura en ese cielo que se eleva desde
el último cielo; como escritura en esas nubes donde llora perdida nuestra
muerte, podremos leer: la belleza será de todos, o lo humano de la belleza
jamás sucederá.
Segundo preludio
Los antiguos dioses –esos dioses que comían en
las mesas de los hombres– nos legaron la posibilidad: que la belleza diera
rostro y pusiera palabra a lo más profundo de la desesperación en el viaje sin
navío de la vida.
Así arrimaron a nuestras bocas, para siempre,
uno a uno, todos los granos de arena de un desierto atroz: el alma humana.
(Espacio de la angustia, música para la agonía…)
También urdieron un desafío, que sigue
vigente: ¿Cómo gritar, cuando el dolor excede los límites del cuerpo, sin
destruir el silencio que da sentido a la vida…? ¿Cómo resucitar la vida sin
pasar por la muerte, que quita en vida el sentido de la existencia…? ¿Cómo
conocer la luz sin mácula del cielo, y el paso de danza de esas nubes siempre
niñas, si las imágenes murieron en el inicio de la evocación, envenenadas de ira
por la ausencia del amor…?
De allí en más la soga queda tensa., muestra
sus manchas moradas… De allí en
más la paradoja enseña su mascarada cruel: la soga que levanta la mano que
acaricia, es la misma soga que golpea de la mano del amo sobre el cuerpo del
esclavo; que merece serlo porque no tiene alma, que no tiene alma –le dicen– porque desconoce la
belleza, esa belleza que nace entre los sueños, esos sueños que el cuerpo
humillado por los golpes ya no podrá tener, porque el sueño del esclavo es
cortar la soga que lo anuda y atarla, crudamente, en el cuello de su amo, hasta
que llegue la noche y después el día…
De
allí en más: ¿Queda belleza para la alegría, o ya no habrá alegría ni belleza?
¿Los cielos de la belleza fueron sepultados por las tierras del dolor? ¿Las
nubes de la alegría fueron ahuyentadas por los vientos de la justicia, mientras
la justicia abría sus ojos para llorar?
¿Quién
devolverá a los cuerpos sin alma, saqueados en su alma y en la alegría, la
belleza que ya no fue belleza cuando debió ser…?
Tercer
preludio
Hoy sabemos, sin saberlo acaso más allá de la
espuma liviana que alzan los ríos del dolor, que todas la cuestiones de belleza,
las mínimas y las mayores , en el fulgor o en la sombra, las endebles y las férreas,
las que queman y las que apagan, nos envían raudamente -en tanto crisis de conocimiento y
ansiedad de resolución- hacia un ser, una criatura humana donde nace y donde
muerte en perpetua continuidad la belleza; belleza como cuestión única e
irrepetible, monada de las monadas si es que existe la perfección del universo.
Se trata aquí de una criatura humana que boga
tras un destino, movida por los vientos del drama, atrapada en las redes de la
tragedia, que en postrer esfuerza trepa, o sueña que trepa –tanto da, también
es materialidad el sueño– hacia la cima del laberinto…
Se trata de una criatura humana que en la
razón y la sinrazón, desde el sentimiento o a caballo de la idea primigenia,
sólo atina, en su desesperación por develar la verdad de la belleza, a pedir
socorro a la misma belleza. ¡Desnúdate ante mí!; pareciera rogar, pareciera exigir.
Moviendo las hendijas de nuestro espíritu vemos,
tras la línea de horizonte donde fallece el mar, a la criatura humana, al ser
de la desolación de pie frente al cielo, por toda apariencia quieto, en tanto silencio callado, ante
semejante luz enceguecido, como si él también fuera una piedra que encierra en
un alto agujero el movimiento sin fin, y que después de contar con los dedos
todas las nubes rosadas, despiertas con el alba –una tras otra, despiertas–, extasiado
ante un orden de lo sublime que lo excede, cierra sus ojos igual que el
infinito, y se expande en la noche hasta que la noche lo envuelve, y protegido en
el misterio, fundido en el hierro
crepitante del misterio, saca a luz su alma, como si su alma fuera un sol…
Hoy sabemos, en el desafío que brota de las
angustias sabemos, decidimos saber –precarios, temerosos, igual a los tumbos
dispuestos–, que aún los seres angélicos, que tienen por usos y costumbres los
actos declarados del bien, sólo pueden sacar a luz el alma cuando la comunión
de todas las almas ocurre, cuando cada ser se regocija en el amor de otro ser.
(Aún si el otro ser, por momentos turbios, alza un cuchillo, como si fuera la
primera estrella de la perfectísima bóveda, así de inocente en su desvarío, así
de poseído por un amor del otro que no entiende, por una belleza celeste que no
da respiro…).
Hoy sabemos que cada cuerpo merece, luminoso,
sudado, erguido tras la dura faena de la suya creación, convertirse en la digna
casa de su alma. Ocurrirá cuando todas las almas dueñas de su alma, y por tanto
poseídas por el esplendor sin bordes de la poesía, elijan el mundo de la belleza;
belleza como el bien supremo, finalidad de sí y en sí, destino del cielo en el
vértigo de la tierra, primacía de las nubes andantes en el tropel de nuestra
emociones; belleza para que cada criatura humana por igual pueda reír sin migas
de temor, corrido de las penumbras que lo ahogan, como ahoga una luna de
sangre.
Belleza del reír; ¡oh, sí!, belleza apasionada
en la alegría que subvierte el orden y la quietud de todas las muertes, una a
una todas las perfectísimas muertes. Belleza crispada y convulsiva del amor y
del reír; ¡oh, sí, reír! del feo rostro de la muy arpía señora, ese ilustre
desconocida de labios tan fríos, tan vacíos… Condenada por la belleza del
cielo, por el dulce andar de fiesta de las nubes, a reptar y reptar
en las mismísimas cloacas de la ciudad… (¿O acaso la muerte conocerá el
vaivén que conocimos en el vientre de nuestra madre, tendrá el rostro que
gritaba en nuestro nacimiento, así como sucedió en el sueño del espanto sin
fin…?)
Cuarto preludio
Mientras la belleza ocurre en las planicies
del cielo, aquí cerca a ras del suelo, más que torpes las manos ciegas palpan
la noche y se horrorizan…
Aquí, fas a fas, respirando cenizas, ya nadie
habla de la belleza –sin violentar el alma de la belleza– con alegría y
desenfado… Las nubes se alejan, arrastrando las lluvias, y su brillo se opaca
entre músicas agoreras, perseguidas por los gruesos ladridos de extramuros…
Aquí, con los pies en la tierra –puro tufo de
fango en el ahogo–, visiblemente desolados, hablamos de la muerte en el inicio
de la vida, cuando la inocencia no tiene historia ni escritura, tan leve como
el vuelo de la pluma del cisne, apenas agua de bautismo agazapada sobre la
frente limpia… ¡Ah, inocencia de niños!, tan anterior, tan perdida, sin conocer
la piedad, sin mover el destino, mientras el oleaje que va ya no regresa: sólo
quedan las gemas del sueño de lo que fuera el reino de la belleza, entre las
arenillas de la pesadilla…
Aquí, en la ciudad donde el oro y el dolo van
de la mano (mordiendo la mano), mientras el dolor y el lodo también se
empardan, ausente, más que pálida y degradada la belleza, con su penacho de nubes, con sus brazos de escarcha,
y presentes a borbotones los niños de la pobreza en el martirio de la vida y en
el sopor agrio de las villas (¡sobre el oro polvoriento de la tarde se
amontonan sus caras y sus almas!), descubrimos, subiendo a duras penas los
médanos altos, que la perfección de los rojos del ocaso ya no sirven de
consuelo; tampoco redimen las penas, cuando la conciencia arde en la ciudad pasada
de agua, pasada de dolor, pasada de muerte…
Por encima de los olorosos tilos y los ásperos
pinares; por arriba de una maraña de cables clandestinos, de usuras
pontificadas; más allá de los carteles luminosos que desnudan en la procacidad
de su lujo y de su fiesta de mercado la precariedad sin gozo ni deseo de la
miseria; por fuera y bajo fondo de los techos de chapas, rotos, siempre rotos,
groseros y piadosos de tan rotos, sostenidos ante el viento por gomas ya
quemadas, por piedras ya arrojadas, y por cuanta cosa sea que remita a la
fealdad extrema de la miseria extrema (¡sí, basta de ensuciarnos la boca con verdades de medio pelo: en
la miseria no hay belleza!); sin que medien dioses, ni ángeles, ni héroes
victoriosos, podemos ver (¡abran los ojos y vean!), desnudo, ¡atroz de
desnudo!, que el pecho pobre/de la madre pobre/junto al hijo pobre/de llanto
pobre/, es todavía la pública señal que clama vida en el orden arrasado del
universo. (¡Oh, sumisa precariedad!, ¡puerca paciencia…!) Aún así, irreductible,
mientras todo se cae a pedazos, la noche duerme en la ciudad, ajena y sin
belleza…
Aquí, arrasados de recuerdos, pálidos bajo el
cielo que titila, tras un fuego convertido en puro fuego, y ante tal fuego más
que ciegos, vemos a la muerte atroz del hambre que vela y espera a las
criaturas sin nubes, sin cielos, sin clemencias, sin auras… Esa muerte que
extiende su bienvenida en las puertas del mismísimo infierno; ese infierno que
alguien llama humanidad y no es mucho más que el último sudor de los muertos…
¡Ya entrarán allí!, parece decir la antigua voz
de los dioses sin añoranzas. Esa voz sin malicia, puro espanto, que en el final
solloza, quebrada, igual que un espejo cuando descubre las sombras, esas
sombras que despiden los restos de la belleza…
Ya no hay luz ni silencio y a bocanadas se
ahoga la soledad… También ahogada duerme la belleza en su propio rocío…
Los dioses yacen en el olvido con sus pies
helados. Ya nadie recuerda que alguna vez nos besaron en la frente los ángeles,
mientras soñábamos con la eternidad
en el lecho de la belleza…
Post Scriptum
Ahí
tienes, toda la noche y las soberbias sombras ante tus ojos… ¿Es en realidad la
noche lo que buscas; es la música sin piedad de las sombras que se amontonan y
te persiguen lo que anhelas, como si allí pudieras descubrir un trébol de
cuatro hojas que calme tu corazón, agitado como los trenes a vapor de tu niñez?
Debes saberlo: las negruras del firmamento son las almas muertas, almas que no
supieron de la piedad y menos de la belleza… ¿O acaso dudas que el sufrimiento del que nada tiene
reniega a mordiscones de la belleza?
Mira
otra vez el cielo, ha cambiado de repente y sin presagios, igual que un viento
de mar. Las pequeñas luces que titilan y se alejan – sí, suavemente titilan y
suavemente se alejan–, son las almas que esperan
por nacer… Hay murmullos que lo anuncian… Ese rocío, tan leve, puede ser un adelanto
de una mayor dicha, un arrullo… ¿Recuerdas cuando te estremecía la belleza…, no
sofocaste por pudor más de una lágrima…?
Has vuelto a caminar por los
suburbios más extremos, donde camina la pobreza, donde se amontonan las vísperas
del mal morir, porque el hoy viene del ayer, y ayer también fueron las vísperas
del mal morir… Nadie te pidió que vinieras, pero sos un hombre que envejece y
aún quiere saber cómo alumbran las estrellas en la noche pobre de la pobreza…
¿O son los labios de la belleza los que tú buscas y besas, mientras la
desesperación abre tu boca…? Recuerdas que tu madre te decía: las flores son
para los muertos, ellos están solos, más que tristes… Deja que el silencio te
acompañe. La noche de la pobreza no admite respiros…
PUBLICADO EN LA REVISTA ARTEXTO NUMERO 3.
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