La enigmática figura de Edvard
Munch probablemente sea una de las más perturbadoras dentro del pensamiento
moderno. Todos conocemos las pérdidas de muerte por tuberculosis de su madre a
la temprana edad de cinco años y de su hermana, a sus catorce años. Conocemos
también sus intensos vínculos amorosos con Milly Thaulow y Tulla Larsen, ambos
destinados al fracaso; probables huellas psiquicas drenadas creativamente a
través de su pintura y destructivamente a través de su adicción al alcohol.
Personalidad influyente de los posteriores
movimientos pictóricos expresionistas alemanes como El puente y El jinete azul
de 1905 y 1912 respectivamente; innovador en el manejo del color, el dibujo de
las figuras humanas y la temática representada; pintor y grabador rupturista de
las corrientes naturalista, romántica y hasta impresionista de la segunda mitad
de siglo. Podríamos así, continuar conceptualizando a Munch desde un
psicologismo parcial e identificaNdolo bajo el papel convencionalmente aceptado
de “precursor del expresionismo”. Pero eso sería desarticular su infinita
creatividad, estudiar su obra bajo una mirada acortada y fragmentada, escindir
su maravilloso aporte de la época en la cual vivió para colocarle el rótulo de
“visionario y anunciador de lo venidero”. Dejando a un lado estas afirmaciones
simples y, de algún modo idealizadoras y divinizadoras de slabor, proponemos
aprender a Munch como un verdadero hijo de su época.
De ninguna manera exponente fiel de lo atrasado y obsoleto del s.XIX, de los
patrones arcaicos ligados a falsos valores de hipocresía y normas sociales
prejuiciosas fabricadas por una clase dominante; sino hijo de lo más genuino de
su tiempo: del impulso por quebrantar lo predeterminado, tanto dentro del campo
de la pintura como en el ámbito social en general; de la fuerza colectiva por
derribar la primacía positivista de la razón para pasar a ocuparnos también de
la emoción. De este modo, de cara al nuevo siglo XX, tenemos una confluencia de
tendencias contradictorias.
Lejos de plantear una historia social y una
historia cultural y de las mentalidades de modo lineal y unilateral, Munch es
reflejo fundamental de este fenómeno de la sincronicidad. A la par del realismo
y por otro lado del postimpresionismo, ubicamos a este singular pintor noruego
quien supo tomar rasgos de éste último movimiento para luego transformarlos en
algo nuevo. Esto nuevo, esta
preocupación por la representación de temas tabú como la muerte y la
sexualidad y otros estados emocionales profundos como la melancolía y la
soledad; es lo que se amalgama junto a otros aportes de otras importantisimas
figuras. Strindberg, amigo personal de Munch, Marx, Nietzsche, Freud. Podemos
seguir la lista. Destacamos entonces el 1900, año de la muerte de Nietsche que
dará inicio al ferviente interés de los
postestructuralistas y postmodernistas franceses por interpretarlo, año de
publicación de La interpretación de los
sueños dando comienzo al psicoanálisis. En el 1900 se produce un cambio en
la civilización occidental en general. Munch indudablemente también forma parte
de esa transformación. Más que un adelantado, más que un precursor de
tendencias pictóricas venideras; un participante y emergente social de la
ruptura que se viene consumando.
Munch nace en 1863 en una pequeña localidad
noruega llamada Loten, al norte de Cristianía, la actual Oslo. Ya a sus
diecisiete años, luego de fugaces incursiones en la ingeniería y la
arquitectura, ingresa en la Escuela Real de Artes y Oficios de Cristianía y
vende sus primeros cuadros de manera profesional. Estudia el realismo de
Courbet y el impresionismo de Manet, se embebe de la tendencia del plain air o la Academia al aire libre de
Fritz Thaulow, se dedica a la observación de la pintura de salón francesa en su
primer viaje a París de 1885. Para esa época, ya tenemos obras increíbles como La niña enferma (1885-86) y Pubertad (1889), ésta última expuesta en
la muestra individual de 1889 en Cristianía la cual le valió el respeto y la
aceptación generalizada por parte de la crítica. Ya a partir de estos primeros
pasos, el quiebre estilístico con la generalidad es sustancial.
Las convenciones perspecticas
se mantienen ausentes, así como las proporciones naturalistas. Continúa ganando terreno la conocida
tendencia de los impresionistas a despreocuparnos por el qué de la representación para ocuparnos del cómo, de la manera subjetiva en que se pinta, de la reflexión de la
propia pintura acerca de sus medios expresivos. Este giro del lenguaje
pictórico, tan corriente en las vanguardias históricas de principios de siglo
XX, se prefigura en pintores como Munch. Sin embargo, la temática no constituye
un ámbito indiferente. Al contrario, el particular modo de expresión de Munch
se conforma al servicio de la transmisión de emociones y climas.
La enfermedad y el despertar sexual sobresalen en
estas dos obras citadas. En 1889, destacamos también la influencia de la
vorágine artistica parisina de los llamados postimpresionistas como Gauguin,
Van Gogh y Tolouse- Lautrec al ingresar a la escuela de León Bonnat. Pero el
verdadero desarrollo de su camino personal se dará a partir de la década de
1890s cuando comienza a pintar el renombrado El friso de la vida, expuesto en su totalidad en 1902 en Berlín, y
sus obras cúlmines como El grito
(1893), Mujer vampiro (1893-94), Ojo a ojo (1894), Angustia (1894), El beso
(1897) y sus sinfín de Madonnas en
óleo y en litografía, éstas últimas rodeadas de óvulos y espermatozoides entrelazados.
Apoyado en la utilización tanto del empaste como de lo planimétrico, atento en
el contraste de figuras petrificadas de rasgos simples y fondos de lineas
ondulantes en paletas de rojos y naranjas vibrantes y azules profundos, dueño
de un estilo de dibujo de la figura humana único; aparece la
certera representación de los sentimientos de insoportable soledad, tristeza
excesiva, angustia. ¡Que paradoja transmitir melancolía, dolor y muerte no solo
con tonos tierras sino también con colores cálidos! Munch se desplaza
cómodamente sobre esta paradoja. Juega ampliamente con la aparente
contradicción. Se desenvuelve en la simultaneidad de vivir y pintar mientras se
convive con la muerte, de mostrar la pulsión erótica de vida entrelazada a la
pulsión tanática de muerte, de poner de manifiesto el grito desgarrador y
desconsolado de la humanidad alienada tras la falsa fachada de felicidad
monótona. Y claro, después de todo, para Munch, la vida y la muerte no son más
y nada menos que las dos caras de la misma moneda, los dos extremos del eje de
la naturaleza, las dos compañeras de la danza salvaje y primigenia de la Vida-
Muerte- Vida.
JESSICA GUARRINA
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