INTENTIO LECTORIS
“Lo que nos impulsa a buscar la explicación es que no nos
basta saber que tenemos representaciones, queremos conocer su significado,
tratamos de averiguar si este mundo no es nada, más allá de la representación.”
Arthur Schopenhauer
En oposición a la hermenéutica medieval, la modernidad ha
celebrado, a veces con desmesura, la contradicción entre la intentio auctoris,
todo aquello que el creador considera propio y ha puesto en su labor, y todo lo
que, en la perspectiva del lector, ha escapado a la voluntad de representación,
o al menos a una voluntad consciente, la intentio lectoris. El dominio de la
interpretación de un texto sería ese campo de choque donde resuenan los
metales. Se ha querido ver en estos casos un cierto aire de "genuina
expresión" allí donde el autor traslada su mundo a la obra sin mediar el
plano consciente de lo que, siempre en su obra, consideremos subyace en el
fondo, las verdaderas razones, su desnuda armazón. Cierto o no, concedamos ese
vano atributo a este film; eso nos deja, intentio lectoris, el amplio margen de
lo infinito para elaborar nuestra interpretación.
Tekton nace del análisis de la representación visual.
Para el cine, una complicación. Un problema.
La construcción de un edificio (apenas su terminación) es
todo el tema, tanto en la literalidad misma de lo que vemos durante 70 minutos,
como, a su vez, en el desarrollo de una forma abstracta que guarda semejanzas
con las viejas imágenes de fractales, casi orgánicas, pero abstractas al fin.
Al menos a primera vista, el tema de la película no podría ser lugar menos
fértil para una trama con tales aspiraciones. Su elección parece casual o,
cuando menos, arbitraria, fácilmente reemplazable. ¿Es posible que consideremos
que el contenido pueda subsistir cambiando de forma? ¿Que ambas entidades son
independientes, en el cine y más aún en el cine documental? Veremos luego.
En primera instancia, Tekton se postula como un film
documental. En el estrecho significado de su título (del griego, obrero) nos
figuramos uno o más de estos personajes realizando labores de construcción.
Dado; y sin embargo, aún con todo lo que ya se ha dicho sobre la flexibilidad
del género documental, el film extraña nuestra mirada al punto de reconsiderar
esa clasificación. Qué documenta Tekton? Comencemos con el registro. Un hombre,
provisto de una cámara, una lente y un trípode, se interna en el perímetro de
una construcción. Notemos ya que el tema no resulta tan arbitrario, un edificio
en construcción (en particular uno de tal envergadura) es un lugar donde uno se
interna, como una jungla o una montaña. El lugar posee a priori sus llamadas
leyes naturales, impone sus actores, su mecánica y, más importante aún, su
topografía. El hombre y su cámara ingresan a mirar. La observación lejana es el
primer instinto del cameraman. En teoría, no puede haber método más ajustado al
registro documental.
Pensamos en aquel hombre de la cámara, en San Petersburgo
vista por Ziga Vertov, en las calles de Berlín que indaga Walter Ruttman e
incluso en todos aquellos viajeros que durante las primeras décadas del siglo
XX presentaban sus “vistas en el cinematógrafo” en las remotas ciudades de un
mapa inhóspito. ¿Qué hace diferentes aquellas imágenes de la tormenta visual de
nuestros días? Un cambio, creo, en nuestra relación con éstas. Las imágenes de
Tekton nos remontan a un tiempo donde todas las cosas eran vistas por primera
vez. No era sólo el asombro o el prodigio de su ilusión, era el tiempo de
nombrar las cosas, de crear y explorar ese nuevo lenguaje, el tiempo mítico de
las primeras imágenes. Contrario a la lógica del moderno tratante audiovisual,
donde las relaciones y reacciones están tipificadas y hasta cronometradas para
su mayor eficacia, el film dedica su mirada de botánico a un entorno que asume
nadie conoce; vemos una grúa como si nadie hubiese visto jamás una grúa,
alguien golpea con un martillo como alguna vez vimos a Nanuk levantar su morada
de hielo. Luego está la cuestión del encuadre, que tiene que ver con utilizar
con mayor o menor eficacia las líneas (visibles e invisibles) que el edificio
proyecta, pero ese es un tema aparte y debe orientarse a través de las teorías
de la percepción. Si aceptamos que el encuadre debe estar en función de algo,
no lo es tanto de la composición (lo que tradicionalmente entendemos por eso)
sino del montaje. De hecho, el encuadre se ha considerado siempre como un
primer montaje visual. Tekton se esfuerza en remontar la corriente de las
gastadas imágenes documentales a fuerza de remontar el tiempo cinematográfico;
de extrañar los rincones del edificio. Por momentos lo logra, es el remanso de
la ilusión donde nuestra autoconciencia no ha llegado aún. Son escasos momentos
donde la imagen parece ser primigenia, donde parece albergar algún núcleo
esencial. Ahora son “vistas”. Afuera, los pintores cuelgan y pendulan, cubren
las paredes de pintura, que es lo que hacen. Adentro, la ilusión nos mantiene
girando alrededor de ese núcleo, como las partículas atómicas. Ésta es la
dualidad de las imágenes del film, dualidad que ha desconcertado a algunos. Por
un lado el estricto registro documental, innegable y hasta tautológico; por el
otro, las fuerzas invisibles que nos mantienen ligados a ese núcleo, aunque sea
por instantes; rehenes de esa ilusión acaso tan ficticia como los viajes de
Méliès. Al igual que en la física, las razones de esas fuerzas permanecen
siendo un misterio; seguramente otros estarán más capacitados para abordarlas.
Tekton nace del análisis de la representación visual.
Tekton es esa voluntad de representación. Un resultado al problema de la imagen
mítica, a la sombra del arquetipo en la caverna. Un mero postulado estético.
Mariano Donoso
Mendoza, agosto de 2009
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