Poco sabemos
certeramente acerca de la vida privada y acerca de la formación
artístico-cultural de Mario Miguel Mollari. Quizá sea por ello que, al oír su
nombre, lo relacionamos irremediablemente a la fundación del Grupo Espartaco y
a la escritura de su Manifiesto junto a los, también artistas plásticos y
colegas, Ricardo Carpani y Juan Manuel Sanchez. En todo caso, si bien los
pasares de la vida intima y personal del artista sea los que menos importa,
Mollari no debe su trascendencia solamente a la labor realizada dentro de
mencionado grupo. Nada más ni nada menos. Nuestro objetivo es navegar por las
aguas de una trayectoria social comprometida con las circunstancias de su
tiempo: por las de su inserción en Espartaco durante 1958-1969, por las de su
primera etapa formativa y de definición ideológica asumida y también, por las
de su carrera artística, tras la disolución del movimiento espartaquista hasta
su muerte en Octubre de 2010.
Nacido en 1930 en Buenos
Aires. Con 23 años, siendo fuertemente autodidacta, Mollari ya realizaba viajes
de estudio por Europa, Bolivia, Perú y el Noroeste argentino. Podemos imaginar
la adquisición de capital cultural de este hombre: al igual que los grandes
muralistas mexicanos, tales como Siqueiros, Rivera y Orozco; nuestro artista
seguramente también se familiarizó con el llamado gran arte europeo antiguo de
Grecia y Roma, con los grandes frescos italianos iniciadores de la modernidad
en los que incluimos a Giotto, con el arte vanguardista y postvanguardista de
la época. En 1921, ya había nacido el conocido “renacimiento mexicano”, una renascitá que, en realidad, buscaba
implantar las leyes de un verdadero y nuevo arte nacional.
No una
revalorización de raíces cuasi enterradas y olvidadas, tampoco un volver a
producir y engendrar algo a punto de extinguirse completamente. Tal como lo
define uno de los mismísimos creadores materiales de ese proceso creativo e
intelectual; Siqueiros, como emergente social, escribe retrospectivamente
acerca de aquella producción colectiva: “México fue, así, en todo el mundo
moderno, el único lugar donde se produjo, conscientemente, el primer acto de
rebeldía, teórica y práctica, de abajo a arriba, de adentro a afuera, contra
las formas predominantes de una producción plástica destinada formalmente,
físicamente, únicamente- con exclusión de las grandes formas sociales que
habían predominado en el pasado-, a servir de complemento y equivalencia
estética al circunscrito lugar rico, culto o snob (…)”[1]
Este primer acto contrahegemónico, contrario a la lógica imperialista al que
alude Siqueiros, se convertiría en el disparador práctico para el resto de los
países latinoamericanos.
Ya en 1946, los argentinos presenciaríamos la obra de
arte al fresco de la cúpula central de Galerías Pacífico, ejecutada por los
colosos Antonio Berni y Lino Enea Spilimbergo, también Juan Carlos Castagnino, Manuel
Colmeiro Guimaraes y Demetrio Urruchúa. No obstante, en esta cúpula,
de la mano de un estilo idealizante, nos encontramos con representaciones de
alegorías de los cuatro elementos de la Naturaleza y otras y figuras
relacionadas a la Creación Universal, tema clásico si los hay dentro de la historia
del arte.
Por tanto, Mollari y sus
contemporáneos espartaquistas se opondrían a esta tradición mural de la
historia del arte argentina. También se opondrían a los artistas concretos,
informalistas y a los llamados de “nueva figuración”. Así, podemos afirmar que,
siguiendo la lógica mexicana, nosotros también tuvimos nuestro movimiento único
e innovador, el cual intentó sentar las bases de una expresión artística
auténticamente nacional y revolucionaria, despertar mediante el arte el
inconsciente colectivo de la humanidad e implantarla como poderoso e
irresistible instrumento de emancipación y liberación sin desligarse de la
acción política y función educadora de las obras.[2]
Así, nuestro artista, definido él mismo como portador de una necesidad de expresión
individual a través del arte plástico la cual, al concretarse materialmente se
convierte ésta en una expresión nacional; nos brinda un sinfín de obras de
pequeño, mediano y gran formato, dentro de las que incluimos el conocido mural
del pabellón de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos
Aires.
Artista sumamente prolífero, a pesar de la apelación a la unicidad
artística como arte genuinamente latinoamericano, productor y modelador de
conocimiento y no mero espejo mecánico de la cultura europea dominante; no
podemos dejar de descartar su propio estilo artístico. La aspiración a la
realización del sentido primigenio del concepto de revolutio común a todo el grupo, como cambio violento en las
instituciones políticas de un país; bordea, dialoga y se introduce
intertextualmente en la obra pictórica tanto de Carpani, como de Sanchez,
Venturi, los muralistas mexicanos, Guayasamín, Portinari. Este concepto no
anula esas huellas estilísticas personales. Por el contrario, las dos facetas,
la de la individualidad y la de la universalidad, la de la particularidad y la
generalidad colectiva, confluyen armoniosamente.
Distinguimos de Mollari,
su famosa obra titulada Cañeros de
1962.[3]
Tres hombres cabeza gacha, trabajadores de plantación, concentrados en su
labor, copan todo el espacio pictórico. Apenas los bordes inferior y superior
del cuadro se liberan para mostrar el espacio circundante. Apenas un fondo casi
plano de cañas de azúcar, el que deja una abertura central liberada a modo de
otorgar mayor jerarquía y distinción al personaje central, termina de aludir a
las condiciones laborales. Figuras monumentales.
Expresiones faciales casi
neutras, cansinas, hasta inertes; pero que transmiten el mensaje social
opositor a la perversión capitalista. Manos gigantes, de dedos mullidos y
fuertes, de nudillos acentuados, de uñas groseramente delineadas; las cuales
cobran protagonismo por encima de cualquier otra parte del cuerpo. Ellas
realizan la tarea, llevan a cabo el trabajo, aprisionan tozudamente las cañas
para extraer su valioso producto.
Estas mismas manos, que encontraremos
incansablemente en obras de las llamadas figuras
y que serán una constante temático-estilística a lo largo de toda la obra
pictórica de nuestro artista. De
ninguna manera estamos frente a composiciones cimentadas en la clásica perspectiva artificialis y en ningún
otro tipo de convencionalismo de representación: estamos, por el contrario,
frente a una verdadera obra de vanguardia, de figuras logradas mediante el
tratamiento de formas geométricas puras y sombras de color que redondea dichas
formas y otorgándoles volumen. Obtenemos así, un juego suave de luces y
sombras, armónicas y equilibradas, el cual no implica estatismo formal.
Obtenemos, en pocas palabras, una atmósfera visual agradable. La paleta de los
tierras y blancos, tonos desaturados, característica continuadora de sus
primeras obras de juventud, no quita vitalidad en esta pintura; acompañada ésta
de intensos azules repartidos en las vestiduras de los tres personajes.
Mollari continúa mostrándonos
escenarios de campo, de trabajo agrícola. Tal es el caso de Cosechadoras. A diferencia de Cañeros, esta obra es una composición de
mujeres, de actividad laboral típicamente femenina, siguiendo la lógica
tradicional de división sexual del trabajo. Claramente, al analizar estas
obras, en varios aspectos notamos la distancia temporal entre ambas. Nuestro artista ahora nos deja
visualizar algo más del fondo y no solo a los personajes.
Distinguimos un
paisaje forestal: último plano de color anaranjado para el momento de la puesta
solar, troncos de árboles oscuros, con matices en tonos azules intensos y
follaje rojizos que impiden el contraste agresivo con el resto de la
composición. De esta forma, las mujeres también exhiben estos maravillosos
tonos cálidos; tanto en la camiseta de la figura izquierda de perfil, como en
el pantalón de la figura central arrodillada. Ésta última, como haciendo una
especie de reverencia al espectador, otorga estabilidad compositiva y detrás de
ella, se ubicarán el resto de las figuras a modo de un esquema trapezoidal imaginario. Todas estas mujeres
trabajadoras, mantienen las caderas redondeadas, los torsos sólidos y las
cabezas ovaladas tan característicos de Mollari. Por otra parte, ahora también
visualizamos la apoyatura de estas figuras. Vemos el bosque, la hierba, la
pradera; lograda sencillamente a través de manchas superpuestas en tonos
rojizos, ocres y verdes.
Tomando la obra en su conjunto, y comparándola con la
labor llevada a cabo en Cañeros, indefectiblemente
estamos ante la presencia de una paleta más cálida, más saturada y más luminosa
que intensifica el tratamiento tonal, realza las figuras y enriquece la
relación figura-fondo. No estamos, frente a un marco compositivo constreñido a figuras
monumentales, una especie de marco de encierro que acentúa el protagonismo de
los personajes sino que; nos ubicamos ahora frente a un cuadro de relativo
equilibrio entre las cosechadoras y el espacio en el que ellas se encuentran. Por
último, el gran detalle en blanco lo
brinda el pañuelo y el enorme sombrero de estas dos mujeres a las cuales antes
hicimos referencia: ellas son las principales, las de mayor jerarquía, marcan
la direccionalidad y otorgan apoyo sólido y estable a toda la composición. Las
otras dos mujeres, de espaldas ellas, se encuentran por detrás de las figuras
principales. A través de un sencillo mecanismo de superposición de figuras y
diferencias de tamaños, Mollari resuelve la conformación del espacio.
Finalmente, no olvidemos
los retratos de Mollari. En Chica con
naranjas, a diferencia de Norteña,
nuestro artista utiliza un fondo de color casi plano en un violáceo luminoso
poco usual en él. Sobre éste, en plano tipo americano, se yergue la muchacha.
De mirada solitaria y perdida al vacío, sosteniendo su canasta de naranjas con
un solo brazo que atraviesa horizontalmente el cuadro en el borde inferior y
quiebra con la verticalidad dominante.
El tratamiento de volumetría en el
cuerpo a través de gradaciones de tierras y anaranjados, contrasta con la
planura de la espesa cabellera, apenas texturizada con unos simples trazos espontaneas.
Tan simple como eso. Mollari posee la gran virtud de transmitir belleza y sencillez
al mismo tiempo. Norteña remite a un
dilema similar a las obras comentadas anteriormente.
Aquí, volvemos a toparnos
con un marco más apegado a la figura, sin demasiada explicitación pictórica del
fondo. La expresión facial adquiere primacía, siendo innecesario el uso del
recurso de paletas cálidas. Ésta, por el contrario, se atiene a tonos tierras,
amarronados y ocres. En ambos cuadros, notemos el mismo estilo en la
representación de los rostros: similares arcos de ceja, ojos ovalados, narices
de largo tabique, labios carnosos e imponentes, misma mirada que evoca la
soledad.
Coexistencia de
elementos comunes a toda la obra plática de Mollari; diversidades y agregados
estilísticos también. Valoremos la heterogeneidad formal en pos de una causa
social unificadora a lo largo del tiempo.
Tal como exclamó nuestro artista
junto a sus colegas espartaquistas, los avanzados 50’ y los 60’ significaban el
derribamiento de la arcaica pintura de caballete de élite burguesa por un arte
popular educador y explicitador de la realidad, es decir, el inicio del
verdadero arte.[4] Ojalá algún
día, también nosotros, extendiéndonos a todos los ámbitos de la praxis social,
vertamos nuestras ideas, pensamientos e ideales en actos revolucionarios. Pues, como todos
sabemos, toda teoría revolucionaria, necesariamente debe acompañarse de una
práctica revolucionaria.
JESICA GUARRINA
[1] SIQUEIROS, David Alfaro (1951); Cómo
se pinta un mural; Ediciones mexicanas; México D.F; pág.19.
[2] Todas estas ideas son extraídas del mismísimo Manifiesto del Grupo Espartaco publicado por vez primera en la
revista política de Jorge Abelardo Ramos en 1958, el Manfiesto: por un arte revolucionario en América Latina.
[3] MOLLARI, Mario Miguel; Cañeros,
óleo sobre tela, 200x150 cm; colección privada; 1962. Muchas de nuestras
consultas de extracción de datos provienen al Catalogo de la muestra retrospectiva
del Grupo Espartaco realizada durante Agosto- octubre de 2004 en el Museo de la
Universidad Nacional de Tres de Febrero, con curaduría de Alberto Giudici.
[4] Esta idea también es una reformulación del mencionado Manifiesto.
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