Por lo demás,
he vivido en medio de un
poema lírico, como todo obseso.
Pier Paolo Pasolini, Quien soy.
Una
atmósfera coincidente une la filmografía de Leonardo Favio, extendida en unos
pocos títulos por más de cuarenta años, como si hubiera pasado su vida
escribiendo una y otra vez la misma historia, de cuyos matices dan cuenta las
diversas películas. Intuitivo y refinado al mismo tiempo, estas cualidades no
impiden que vuelva sobre sus pasos para repensar lo ya dicho interrogándose
reflexivamente. Una originalidad estilística basada en el minucioso cuidado de
los mundos construidos, hacen de él uno de los nombres insoslayables del cine
argentino de la segunda mitad del Siglo XX. Pero además, a la conciencia sobre
las imágenes se une una especial comprensión del gusto masivo, sin por ello
hacer concesiones que impidan la proyección de su estética personal. En la
frontera entre el cine de autor heredero de tradiciones extranjeras y un cine
popular determinado por la recuperación de las formas enraizadas en lo local,
se encuentra su obra.
I
Se
inició como actor de radio hasta ser convocado por Leopoldo Torre Nilsson para
ocupar uno de los roles centrales de El
secuestrador (1958), film al que le siguieron una serie títulos pertenecientes
a la joven “Generación del 60”: El jefe
(Fernando Ayala, 1958), Fin de fiesta
y La mano en la trampa (Torre
Nilsson, 1960 y 1961), Los venerables
todos (Manuel Antín, 1962), Dar la
cara (José Martínez Suárez, 1962) fueron algunos de ellos. Favio integraría
el plantel de estrellas jóvenes que darían cuerpo a la transformación de una
alicaída escena nacional, junto a otras figuras a las que más tarde dirigiría
como María Vaner, Elsa Daniel, Walter Vidarte, Graciela Borges o Elena Tritek.
El conocimiento del oficio actoral sería crucial para la consolidación de su
estilo, en el que la construcción de personajes fuertemente delineados sería definitoria
de su marca personal. Asimismo, esta experiencia previa le daría un lugar en un
medio el cual se presentaba como hostil para los realizadores jóvenes,
imposibilitándoles en muchos casos el acceder al lugar de director. Tal como
manifestara en repetidas ocasiones, su interés ya en ese momento pasaba por
colocarse detrás de la cámara para contar historias, más que por ser el
protagonista de ellas.
Esta instancia llegaría con su primer
corto: El amigo (1960). A diferencia
de los realizadores surgidos en esa época, para quienes la experiencia en el
cortometraje se instituía como ensayos preparatorios –en muchos casos
imperfectos- de sus obras venideras, en él puede ya vislumbrarse la maestría en
el manejo de la puesta en escena. Del mismo modo, a la luz de sus películas
posteriores, el corto permite visualizar la presencia de los temas que en
adelante le importarían: la mirada puesta en los más desprotegidos, el universo
onírico en convivencia inseparable con la realidad, el testimonio social. Si
los contenidos ya darían cuenta de una visión distintiva, el trasfondo espacial
en el que se desarrolla la fantasía del chico pobre que juega con su amigo rico
sería revisitado en diversas ocasiones. La imagen de un parque de diversiones
condensa visualmente un tipo de entretenimiento asociado a prácticas populares
que retornaría incesantemente en sus películas posteriores: los músicos,
equilibristas y payasos de Juan Moreira (1973),
el circo en Soñar, soñar (1976), las
orquestas y los espectáculos de feria a los que asiste Gatica.
Con
su foco puesto en la percepción infantil del mundo, El amigo anticipa a su ópera prima, Crónica de un niño solo (1965). Pero mientras en aquella la
esperanza quedaba esbozada como posibilidad, en ésta el relato se torna árido,
exhibiendo descarnadamente la vida en los reformatorios y las villas miseria
evitando caer en el costumbrismo, así como en la denuncia ramplona. Alimentándose
de las líneas de modernización de la cinematografía europea, la película se
apropia de ellas para la conformación de un discurso local. De la misma manera
que la Generación del 60 (Rodolfo Kuhn, Manuel Antín, David Kohon y otros) tomó
como referente al cine de Antonioni junto con algunos motivos de la nouvelle vague para desarrollar
historias mayoritariamente centradas en los sectores urbanos, este film se
enfrenta a esa línea, al construir su puesta en escena buscando sus rasgos
definitorios en la parquedad estética de Robert Bresson, la crudeza del Buñuel
de Los olvidados (1950) y el amor y
la compasión hacia sus criaturas, propio de la poética de François Truffaut.
Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo
quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más… (1967) y El dependiente (1968) cierran esta
primera etapa signada por las preocupaciones formales y un núcleo acotado de
recepción. En ambas se impone el tono moroso, el
silencio y una marcación débil de las acciones. En este sentido, si la modernidad cinematográfica se identifica con el
culto al tiempo real, estas películas integran la temporalidad muerta en el
núcleo de sus historias, al tematizar el tono cansino de la vida provinciana. El romance… maximiza este procedimiento,
a tal punto que todo el relato parece estar atravesado por un compás de espera,
en constante tensión. Sólo después de quince minutos de iniciada la proyección,
escuchamos las primeras líneas de diálogo; otro tanto ocurre con los planos
fijos, exacerbadamente estáticos, en los que el movimiento apenas traza una
transformación en cuadros predominantemente neutros. Una escena puede servir de
ejemplo: Derrotado por las circunstancias, el Aniceto va a vender su gallo. La
cámara filma la puerta de la casa del posible comprador, en la que se sienta el
hijo de éste y no cesa de hacerlo, aún cuando el protagonista hubiera salido
del encuadre, como esperando su regreso, cosa que efectivamente ocurre.
En
El dependiente, la quietud se vuelve
símbolo de la existencia anodina de los sujetos. El señor Fernández, la
señorita Plasini, don Vila poseen vidas que parecen transcurrir en una
interminable siesta pueblerina. La trama de este film es la más cercana a los
tópicos del teatro realista y la literatura de la época, emparentados en la
delineación de caracteres grises, mediocres, a los que su inmovilidad conduce
inexorablemente a la repetición o al fracaso. Pero en este caso, a diferencia
de lo que ocurre con sus contemporáneos, Favio opta por interpolar lo siniestro
como una manera de quebrar la tranquilidad cotidiana. Toda la película está
tensionada por pequeñas crispaciones, unas cotidianas, como los sonidos de la
radio en la sala de la señorita Placini; otras decididamente ominosas, como las
conductas de la madre de ésta.
Otro
rasgo que se repetirá constantemente será la naturaleza de sus protagonistas.
En sus ficciones todos los personajes provienen del interior y traen consigo
esa marca que los distingue de los habitantes de la ciudad. Algunos –Aniceto,
Fernández, Nazareno- encontrar en la vida de provincias un espacio de asfixia y
persecución; otros –Moreira, Carlos, Gatica- perseguirán infructuosamente las
quimeras de la gran metrópoli, siendo devorados por ella.
II
A
la trilogía en blanco y negro se sucede un paréntesis en el que sorprendió a
sus seguidores –en gran medida habitués de las salas de arte- torciendo el
rumbo de su carrera hacia su nueva actividad de cantante melódico, la que le
proporcionó una popularidad inusitada. Su intervención cinematográfica se
debate en aquellos años entre una serie de proyectos irresueltos –la biografía
de Severino Di Giovanni, un film sobre Jesucristo- y la actuación en películas
comerciales para ensalzar su carrera musical. Son tiempos en los que la
agudización de los antagonismos tiñe todo el espectro cultural y él siente que
ya no basta con el resguardo en una expresión individual, sino que ella debe
someterse a los requerimientos de una enunciación colectiva. Su cine posterior
se distancia del realizado hasta el momento al enarbolar la consigna ¡El cine
será popular o no será!
Su
movimiento resulta similar al que realizara Pasolini unos años antes, al
momento de abandonar el retrato del presente histórico en beneficio de un
escape hacia el mito en su Edipo rey
(1967). Una realidad por completo diferente a la del italiano alentó la
transformación de nuestro director entre sus primeras películas de los sesenta
y las de la década siguiente. El peso de una larga dictadura, vivida en carne
propia por el maltrato y la desconsideración oficial hacia su arte, redireccionaron
su propuesta. El nuevo periplo se inicia con la monumental Juan Moreira (1973), dominado por la intencionalidad de retratar la
marginación social desde un lugar ya no individual, sino arquetípico. Como
afirman David Oubiña y Gonzalo Aguilar: “la leyenda –sobre la que Favio empieza
a trabajar a partir de Juan Moreira-
se construye contra la Historia, la desmiente (…) En el caso de la leyenda, lo
revulsivo no consiste en presentar otra versión de la misma Historia sino en
postular una lógica enteramente diferente para el encadenamiento de los
hechos”.
En
una década signada por el revisionismo histórico por parte de los
intelectuales, conjuntamente a un Estado que propicia la filmación de gestas
nacionales, el realizador aporta su visión sobre el pasado focalizándose en un héroe
popular. En contraposición a la edificación marmórea de los próceres que ha
dado la pantalla, aquí la figura se humaniza y sufre los reveses de un itinerario
dramático en el que conviven las referencias a Alsina y Mitre en igualdad de
condiciones con los aspectos mágicos, como la secuencia del encuentro con la
muerte, una de las más impactantes visualmente.
Como
soporte de la dimensión legendaria, el relato se sustenta sobre fuentes
reconocidas. El folletín de Eduardo Gutiérrez y la puesta de los hermanos
Podestá serán referentes de raigambre popular, mixturados con una puesta en
escena próxima al western clásico, en el que incluso pueden advertirse rasgos
de la iconografía cristiana en la representación del suplicio de Moreira.
Si
el cine moderno hizo gala de la disyunción entre sonido e imagen como forma de
manifestar explícitamente la presencia del enunciador, Nazareno Cruz y el lobo (1975), su siguiente obra, representa el
momento culminante de una labor que apuntó desde sus inicios a ese territorio.
Continuando la indagación sobre las prácticas populares y sus mitos, es justificable, entonces,
la elección por el radioteatro de Juan Carlos Chiappe, masivamente conocido y
aceptado por el público en el pasado inmediato.
Con
él Favio ingresa en el terreno del melodrama, género de larga trayectoria en la
cinematografía nacional. Pero aquí, a diferencia de las variantes canónicas del
modelo, el sentido se subvierte desde sus cimientos. Si allí el lugar de
víctima era ocupado casi invariablemente por una heroína, quien sufría los infortunios
del destino, aquí el desdichado es un hombre, el que al enamorarse ve caer
sobre sí el peso de la tragedia. En la totalidad de su filmografía puede
observarse la predilección excluyente por las figuras masculinas como
protagonistas de los relatos. En las antípodas del Moreira, Nazareno no hará de
la virilidad un valor sino que por el contrario, el estatuto de séptimo hijo varón
será el desencadenante de su desventura. La inscripción de lo femenino se
establece como deseo incluso antes de su nacimiento, cuando los pobladores
ruegan a Dios para que sea mujer “buena y deligenciosa”.
Esta feminidad del personaje se trasmutará en la elección del actor principal
–el rostro y los gestos suaves de Juan José Camero opuestos a la fisonomía
agresiva de Rodolfo Bebán o Federico Luppi-, como una marca determinante de su
recorrido.
En
un juego similar, la apuesta de Soñar,
soñar (1976) se concentra en la desemejanza entre las características del protagonista
y el actor que los interpreta. Carlos Monzón, en la cima de su carrera
boxística, compone a Carlos, ingenuo joven provinciano, cuyas esperanzas están
puestas en las oportunidades de la gran ciudad. De modo similar a las comedias
costumbristas tan en boga en aquella época, la película desarrolla el recorrido
de éste junto a su amigo (Gian Franco Pagliaro), pero a contrapelo de las
versiones más adocenadas del género, aquí el tránsito es amargo más que
alentador. Favio parece hacer con este film una declaración de principios sobre
la situación política argentina, construyendo un final agridulce en una cárcel
atestada de presos. Estrenada inmediatamente después de instaurado el golpe
militar, marcaría el único fracaso rotundo de su carrera, convirtiéndose en una
obra maestra maldita. Si Juan Moreira
y Nazareno son dos de las películas
más vistas de la historia del cine argentino, con Soñar, soñar se cerraría esta etapa en la que la cualidad estética
sería acompañada de la voluntad de llegar a amplios sectores.
III
Reconocido
militante peronista, durante la dictadura se exiliaría, instalándose hasta
principio de los noventa en México, de donde retornaría para avocarse a la
larga filmación de Gatica, el mono
(1993). Favio volvería con este personaje a sus antiguas obsesiones: los ídolos
populares, los seres marginales, el trasfondo político. Estableciendo un
paralelo entre el ascenso y caída del boxeador José María Gatica con los vaivenes
del primer y el segundo gobierno de Perón, la propuesta escapa del relato
histórico chato para encontrarse nuevamente con el territorio del mito, fabricando
imágenes altamente estilizadas. Apuesta que el autor redoblaría en su film-monumento
sobre el caudillo. Perón, sinfonía del
sentimiento (1999) sorprende por el despliegue de recursos y la
multiplicación de voces e imágenes de archivo hasta ese momento nunca vistas. El
documental hace propias todas las estrategias visuales y sonoras que dieron
cuerpo a la imagen del líder junto a “Evita” en tanto figuras centrales de una
historia que tiene a las masas como frisos anónimos pero omnipresentes. Es con
estos últimos como intérpretes que tiene lugar la sinfonía del título, haciendo propia la idea de que
se trata de “la más maravillosa música”.
Tras
una ausencia prolongada, el director repasaría su trayectoria para reinventarse
a sí mismo. Aniceto (2008) no sólo es
una remake de su segundo
largometraje, sino también una obra de síntesis en las que retomaría todos los
recursos de su pasado cinematográfico, con el objeto de mostrar su unidad
inseparable. Así como los hombres, llegados a cierta edad, deciden afrontar un
balance de los momentos sobresalientes de sus vidas, con esta película Favio
pasa revista por los temas de su trilogía en blanco y negro matizados por una
puesta en escena de proporciones descomunales, propia de sus films siguientes.
Todo
parece funcionar con la fuerza del oxímoron, esa figura retórica en la que se
unifican en una misma frase dos conceptos contrapuestos: El relato íntimo y el
despliegue visual de los bailarines; el ballet como práctica habitualmente considerada
para un sector social aplicada aquí a la elaboración de una historia de tintes
arrabaleros; la Fantasía de Chopin
cruzada con los sonidos de los Wawanco. En otras palabras, todo apunta para una
redefinición del arte en el que las distinciones entre alta cultura y cultura
popular ya no tienen cabida. Así también este film podría pensarse como un
aporte a las nuevas generaciones de cineastas. En tanto estos lidian con la
aspiración a un realismo de los espacios y tramas vacías, en algunos casos
exasperantes, él opta por el encierro en un estudio, la artificiosidad en el
decorado y los movimientos de los actores. No se trata ya de recurrir a un mito
popular, sino de construir mediante esta puesta a su propia figura como
leyenda.
Oubiña,
David y Gonzalo Aguilar: El cine de
Leonardo Favio, Editorial del Nuevo Extremo, 1993.
Schettini,
Adriana: Pasen y vean, la vida de Leonardo Favio, Buenos Aires, Sudamericana, 1995.
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