Más
muertos que vivos
De María Rosa Pfeiffer.
De María Rosa Pfeiffer.
Teatro La Máscara, en el marco del Ciclo de Teatro Argentino. Piedras 736, CABA; Sábados 19:30 hs.
Dirección y puesta en
escena: Héctor Oliboni.
Asistente de dirección:
Cristina Sisca.
Producción ejecutiva:
Claudio Lentz.
Actúan: José
María López y Raúl
Ramos
Escenografía, vestuario y
realización: Lucía Trebisacce y
Carlos Bustamente.
Pocas
veces contamos con la oportunidad de asistir a obras sencillas y
profundas al mismo tiempo. Será que el falso posmodernismo de estos
tiempos nos lleva a la ilusión de igualar lo grato a la complejidad,
lo bueno a lo complicado y rebuscado. Afortunadamente el teatro es
tan diverso que podemos darnos el lujo de la simpleza. Con pocos
recursos, el director ha logrado un producto artístico único, igual
de único que cualquier otro que aspira a la obtención de los “más
espectaculares efectos especiales”. Recurso preciado al que pocos
tiene acceso, la mesura como valor moral poco alcanzable, se
convierte en virtud artística a la orden de la intención dramática.
Más
muertos que vivos
es una de esas obras. Una de esas en que te sobrevienen las ganas de
compartir un matecito calentito con los personajes, de entrar en su
universo simbólico para saludarlos, hablar con ellos, ser parte de
sus representaciones también. Porque ya
eramos parte. En el transcurso de la pieza teatral me sentí inundada
por el sentimiento de pertenencia, de membrecía a la Comisión
dirigente del pequeño cementerio de provincia del que solo quedaban
vivos dos de sus miembros: Emeterio y Justino.
En
un sentido, podríamos caracterizar a esta obra como “de
costumbres”. Costumbre (del latín costudne,
consuetudinem)
implica un hábito, una práctica, una tradición o un modo de acción
convencional que se repite o se lleva acabo reiteradamente por el
hecho de estar acostumbrado. Nuestros personajes, cálidos,
graciosos, sensibles; están familiarizados con su pequeño
micromundo de relaciones en torno a la funeraria y cementerio del
pueblo. Algo tan socialmente calificado como “terrible” aquí era
la fuente de felicidad de la historia. El juego de dominó, las
conversaciones entre amigos, la rememoración y evocación de
recuerdos e historias pasadas. ¡Todo ese compendio de acogedores y
cómicos intervalos dialogados! No sabemos si tales historias eran
ciertas o no. Emeterio afirmaba y recreaba las condiciones
emocionales de una escena vivida; Justino se refería a la misma
escena de otra manera. Nunca sabremos la verdad puesto que, al fin y
al cabo, tampoco sabemos con certeza si los recuerdos nos trasladan
mágicamente a un “pensar denuevo” o a un “sentir denuevo”.
Porque si hay algo que maravillosamente nuestros actores supieron
enseñarnos durante sus 45 minutos de escenario, sean ellos
conscientes o no de semejante proeza, es que, con el correr de los
años, las imágenes seguramente se distorsionen y hundan en la
negrura de nuestra memoria, pero no así los sentimientos. Sin
importar cual de ellos tenía razón acerca de las fechas de muerte y
acerca de otros pequeños detalles de los momentos remotos; ninguno
de nosotros, espectadores atentos, sería capaz de poner en duda las
emociones vividas de tales momentos. Existió una especia de
comunión, común
unión,
confluencia de anécdotas evocadas en la que todos, incluida yo,
fuimos partícipes. La ficción se vio entremezclada con la realidad.
La verosimilitud del teatro fue más real que la realidad misma.
Durante el desarrollo de la obra, no distinguía si eran nuestros
Emeterio y Justino los que hablaban en el cuadro teatral o
mágicamente charlaban conmigo.
Jessica Guarrina
Jessica Guarrina
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