Notas sobre Ron Mueck, por Robert Storr *
I
Quedan pocas dudas de que Ron Mueck se propone desconcertarnos. ¿Por qué
otra razón su escultura sería como Alicia en el País de las Maravillas grande y
pequeña a la vez? Bueno, podrá decirse que las esculturas tradicionales siempre
han cambiado la escala real humana, y muchas veces esas variaciones han llegado
al extremo. En sus bronces, efectivamente, los maestros del Renacimiento como
Verrocchio miniaturizaron a David y más todavía al gigantesco Goliat. Excepción
hecha de un mármol como el David de Miguel Ángel, donde el matador del gigante
es gigantesco, mientras que la talla del ausente Goliat queda librada a nuestra
imaginación. Bien hecho. Pero los maestros del Renacimiento y los académicos
que siguieron su ejemplo estaban obsesionados con el ideal clásico, para el
cual la proporción matemática lo es todo, mientras que el realismo o el
naturalismo de la obra eran totalmente secundarios. Es cierto, obviamente, que
la gran estatua de Miguel Ángel que está en la Academia viola ese ideal de
proporción matemática, al punto de que la cabeza es absurdamente grande en
comparación con el torso y la parte inferior del cuerpo. Sin embargo, esas
distorsiones son un truco óptico empleado para compensar el achicamiento de las
cosas vistas a la distancia. En el caso del David, eso representa todo lo que
se encuentra por encima de la altura del observador promedio, lo que debido a
la elevada base de la escultura, es virtualmente la figura completa, con la
cabeza como el más digno y expresivo foco de atención. De ese modo, Miguel
Ángel pensó la forma de revertir el escorzo tridimensional, agrandando lo que
quedaba más lejos del observador.
Pero supongamos que alguno de esos dos David tuviese una piel finamente
pintada de color natural, con todos sus matices y tonalidades subcutáneas.
Imaginémoslos coronados por una cabellera de pelo humano, o al menos por una
copia convincente. Y en cuanto a las facciones, enchufémosles la cara del
vecinito de al lado, con su sonrisa pícara (Pinocchio),
o pongámosle una mirada triste y sentémoslo en cuclillas en el piso, aunque su
tamaño sea diez veces más grande que el natural (Boy). Si se trata de Goliat, nos bastará con recordar a ese hombre
excedido de peso y algo monstruoso que vive aislado a la vuelta de la esquina,
y que asusta a los chicos y hasta a sus padres simplemente por ser “como es” (Big Man o Wild Man). En pocas palabras, conjuren mentalmente un elenco de
personajes totalmente comunes realizados con naturalismo extremo hasta el
mínimo detalle, salvo por el hecho de que son demasiado grandes o demasiado
chicos para ser reales. O conjúrenlos para descubrir que de hecho son de
nuestro tamaño, pero sin embargo y de alguna manera demasiado reales —no me
atrevo a decir “surrealistas” ya que el término ahora define más un estilo que
el estado alucinatorio al que conduce una excesiva verosimilitud—, al punto de
generarnos inquietud en su presencia, como las estatuas de cera o los cadáveres
que han sido tan embalsamados que no osamos tocarlos, a pesar de lo muertos que
están.
¿Y dónde quedamos nosotros en medio de esas extrañas presencias? Dos
cosas son ciertas: estamos muy lejos del ideal clásico de la escultura, e
igualmente lejos de su equivalente modernista en la abstracción idealista. De
hecho, hemos llegado a un tipo de arte excéntricamente ilusionista, que solo
puede florecer una vez que esos dos paradigmas han perdido su autoridad para
tener cautivos, secuencialmente, a los artistas, los referentes del gusto y los
aficionados del arte en general. Hemos ingresado en el terreno de la
subrogación del trompe l’œil, de los sosías que inducen al error, de los
gemelos grotescos. De hecho, estamos en medio de recordatorios sumamente
desconcertantes de hasta qué punto es posible acercarse a duplicar la
naturaleza y de hasta qué punto los resultados se apartan inexorablemente de la
realidad.
II
La “pintura costumbrista” tiene mal nombre, y lo mismo le ocurre a su
contraparte tridimensional. Y ese nombre se lo puso el siglo XIX. Antes de eso
tenía buen nombre, y durante el barroco se contaba entre las vetas más
vibrantes del arte sofisticado. Dicho sea de paso, ¿olvidé mencionar que el
tipo de grotesco al que me refería antes también prosperó durante el periodo
barroco? En la jerarquía de las vocaciones estéticas, la pintura costumbrista
era la antítesis cotidiana de los modos heroicos de la pintura y el retrato
históricos, y a los efectos de estas breves notas, dejo entre paréntesis la
parte donde digo “y lo mismo ocurre con su contraparte tridimensional”,
confiando en que el lector será consciente de que todo lo que yo diga en este
contexto sobre la pintura, se aplica también a la escultura. La dialéctica del
Barroco —y en menor medida la del Rococó— basculaba entre la exageración y la
literalidad, entre lo innatural y lo natural, y dentro de esa dialéctica, la
pintura costumbrista era la contraparte prosaica de las fantásticas
especulaciones del grotesco.
Su tema era la vida común de la gente común: el ajetreo cotidiano, el
regateo y el hurto en el mercado, el batifondo caótico y las riñas de la
cocina, las intrigas amorosas y los besos robados entre criadas y mozos de
cuadra, y para lograr un toque extra de hilaridad, la defecación y micción
ubicua de animales domésticos que alguien siempre pisaba, sumado a alguna
viñeta ocasional que muestra a las mismas personas haciendo “sus asuntos” donde
nadie los ve. La pintura costumbrista permitía que la clase a la que
pertenecían los mecenas pudiese echar una mirada a lo que ocurría tras
bambalinas o en los márgenes exteriores de sus vidas cuidadosamente
escenificadas. Y cuando esas obras se mostraron públicamente en los salones,
como empezó a ocurrir regularmente a partir del siglo XVIII, permitieron que
los miembros de las clases bajas (que rara vez eran las más bajas) se vieran a
sí mismos en un espejo sostenido por y para los que eran “mejores”. Debido a
esa dinámica social, la pintura costumbrista tendía con demasiada frecuencia a
la condescendencia moralizante, la sentimentalidad moralizante, o descendía
simplemente a lo folclórico burlesco, todo lo cual colaboró para que se ganara
su mala reputación.
Sin embargo, en la mejor de las circunstancias, la pintura costumbrista
se convirtió en un lente agudo que permitía observar sin prejuicios ciertas
realidades de otro modo ignoradas, una oportunidad para describir la
singularidad absoluta de cosas convencionalmente declaradas indignas de recibir
atención seria por parte de las sensibilidades más elevadas. En resumidas
cuentas, la pintura costumbrista fue el laboratorio del realismo en una época
en que la verdad de las apariencias era mayormente un instrumento retórico, una
manera de convencer al observador de que las cosas que nunca existieron, en
realidad sí habían existido de algún modo. Así, las lecciones que se impartían
por medios representacionales eran aceptadas como algo acorde con la forma
natural del mundo, así como con las nobles aspiraciones del hombre y con la
intención divina para con él.
En las hábiles manos de los maestros holandeses, como Bruegel el Viejo,
Gerard ter Borch, David Teniers y Johannes Vermeer, junto a los maestros
franceses, como los hermanos Le Nain, Louis, Antoine y Mathieu, y Jean Siméon
Chardin, la pintura costumbrista hizo un registro vital y duradero de lo
pedestre en sus cambiantes disfraces históricos, pero sobre todo de esos
aspectos humanos que fundamentalmente nunca cambian. Mientras que la versión
más kitsch o cliché de la pintura costumbrista es amada o despreciada por las
mismas razones —estereotipada y “sentimentaloide”—, la misma categoría de arte tuvo
logros innegables cuando fue practicado por artistas sin miedo tanto a la
“banalidad” como al “sentimiento”, y en definitiva más preocupados por la
frescura y la rareza incidental de lo cotidiano que con sus cualidades más
obvias y “genéricas”. Retratar llanamente a una pareja de mediana edad en la
playa, o a una pareja joven en la calle es hacer arte costumbrista —en el caso
específico de la obra de Ron Mueck, más que de pintura, se trata de escultura
costumbrista—, pero lo que más importa no es la designación formal de esa obra,
sino cómo se comportan exactamente esas parejas, cómo se tocan sus cuerpos, ya
que una mirada descuidada, en vez de una observación detenida, escondería las
características significativas de su interacción. Y como ya deberíamos saber a
estas alturas, Dios, o el Demonio, están en los detalles.
III
La historia del arte está llena de bebés. También llena de madres, y
frecuentemente, como era de esperarse, vemos a uno junto a la otra. Está llena
de gente muerta, que por lo general expiró dramáticamente por razones
fácilmente identificables, pero hay menos gente anciana, lo suficientemente
vieja como para verse visiblemente disminuida por la edad y por lo tanto
capaces de recordarnos nuestro propio inexorable deterioro. Y por supuesto hay
un buen número de cuadros simbolizando las Edades del Hombre, aunque los más
horrorosos de entre ellos son los que muestran las Edades de la Mujer tal como
las veían con macabra impiedad los maestros del renacimiento del norte, como
Hans Baldung Grien, para quien todo pecho turgente preanunciaba un pliegue de
carne de maternidad exhausta y comido por los gusanos. En nuestros días,
virtualmente todos esos venerables motivos cargan con un estigma, por no decir
que son directamente un tabú. “¡Basura humanista!”, claman las crispadas voces
críticas de quienes han logrado abrirse paso a través del escepticismo moderno
hasta llegar al terreno alto y poco poblado de la ideología incorpórea. Cuando
Gerhard Richter pintó a su esposa e hijo en una serie de poses tipo la Virgen y
el Niño, algunos de sus más fervientes campeones en el mundo de la crítica se
quedaron escandalizados, pero no dijeron nada por temor a ofender a su héroe,
ya que hasta ese momento Richter era para ellos sinónimo de un estricto rechazo
de los valores “humanistas” y de la “conciencia burguesa” de la que son
emblema.
Pero se siguen concibiendo niños que nacen, que crecen, que en su momento
se convierten en adultos que al tomar conciencia de su madurez, empiezan a
preocuparse por su propio deterioro y más temprano que tarde, desbarrancan por
la muy transitada pendiente existencial. Carne rosada y turgente; carne flácida
y macilenta; pelo tupido y pelo ralo, pero nada de pelo al principio y al
final: esas son los marcadores narrativos básicos del argumento humano —ahora
uso esta palabra traicionera sin el sufijo de “ismo”—, complejizado por
miembros que se tensan y relajan, rostros que sonríen y hacen muecas, y piel
que se gasta y va perdiendo su elasticidad, mientras se vuelve gradualmente más
áspera al tacto, a medida que se estira por la presión de ese amasijo de
nervios, tendones y huesos que viven adentro. Habría que tener un corazón de
hielo para no sentir algo de ternura por esa especie como la nuestra, tan
evidentemente mortal y tan fugazmente bella, si lo es en algún momento. Por
supuesto que son muchos los que tienen ese corazón de hielo. ¿Qué decir
entonces de aquellos cuyos corazones albergan todavía calor suficiente como
para que les sea imposible reprimir su empatía para con sus congéneres,
compuestos como ellos de partes perecederas?
Esa es, en esencia, la pregunta que plantean las esculturas de Ron Mueck.
Y es una pregunta porque pocas de sus obras se presentan a sí mismas de un modo
en que generen empatía automática o que muestren anomalías libres de sospecha.
Tomemos por ejemplo Mother and Child,
un motivo que en manos menos aptas se habría transformado en un entrañablemente
irresistible e irreprochablemente edificante testimonio a los “valores de la
familia”.
En ese plano, debería estipularse de entrada que lo “lindo” es
archienemigo del arte, pero que los artistas que coquetean con eso —y
actualmente hay muchos que lo hacen, además de Mueck, especialmente en el
dominio de la escultura de dibujos animados y gags de historietas— tienden a
desplegar estratégica y perversamente la “lindura”, utilizándola más como un
ingrediente para agriar y cortar que como un endulzante emulsionante. Así que
amantes del arte, tengan cuidado, porque las obras de Mueck no devuelven amor
precisamente. Para ser más específicos, ni la madre ni el hijo irradian ese
mutuo afecto que uno esperaría descubrir en ese momento crucial de unión del
postparto que se nos invita a presenciar. La madre más bien mira a su progenie
con una aprensión del tipo “Dios mío, ¿será esta finalmente la mala semilla?”,
mientras que el bebé la mira con hostilidad salvaje, por más que todavía sigan
físicamente unidos por el cordón umbilical que sale de la vagina abierta de la
madre y conecta con el cuerpo del bebé, que parece agazapado y listo para
saltar sobre ella. Yo que he presenciado el nacimiento de mis dos hijas —y
parece que Mueck asistió al nacimiento de sus propias dos hijas—, puedo decir
que a veces las cosas salen bien y que en medio del dolor y la sangre por
momentos emergen la ternura y una verdadera alegría. Sin embargo, a Mueck no le
interesan ni los finales felices ni los comienzos felices. Más bien parece
estar alerta a los niveles de ansiedad primaria que están indeleblemente
escritos en nuestro ADN o guionados en la condición humana —de nuevo esa
palabra—, y que saltan a la luz cuando menos lo esperamos, para hacer picadillo
o mofa del optimismo ingenuo.
Obras compañeras y contemporáneas de Mother
and Child, todas creadas en el emblemático año 2000, le agregan más capas
agridulces al incipiente horror recién descripto. Old Woman in Bed es una versión tridimensional casi literal de una
moribunda vieja bruja —una palabra poco amable, pero una mot juste despojada de
sentimentalismos y muy apropiada para describir a una anciana decrépita—, que a
su vez podría ser la madre de la desaliñada matrona de Seated Woman —palabras poco amables otra vez, pero no peores que el
meticuloso facsimilar de ella al que ha dado forma Mueck (ni que los
equivalentes fotográficos que Cindy Sherman ha personificado con candor y
viveza de similar ambivalencia)—, o que tal vez sea directamente la misma
mujer, diez o veinte años después. Finalmente, en su serie del milenio, que
también incluye a la estatuaria y macizamente fértil Pregnant Woman y al preternaturalmente inmóvil Swaddled Baby, llega el Man
in Blankets, quien parece una versión más pequeña del corpulento bebote Big
Man o una variante plenamente desarrollada de Swaddled Baby en posición fetal dentro de un vórtice de frazadas
que se enroscan formando un útero. Y así completamos el círculo de la vida,
pero al hacerlo también se produce un giro del registro emocional, que de la
maravilla frente a la corporalidad de la fecundidad, pasa al pánico, a la
pensativa inquietud, a la resignada tristeza, al instintivo aunque fútil
movimiento de volver al vientre materno. ¡Esas sí que son las Edades del Hombre
y de la Mujer! Pero no como las hemos visto en el arte del pasado, sino como muchos
de nosotros las hemos visto en la realidad. Con un elemento agregado de
hiperrealismo —Mueck detesta el término pero es inevitable— y de una caricatura
ladina y revulsiva que logra extrañar suficientemente lo familiar para
señalarle al espectador que nada de lo que cree haber enfrentado en el pasado
está terminado, de que nada de lo que tenemos tendencia a embellecer con el
recuerdo o a soslayar con la memoria como algo ya conocido, nada de todo eso
fue dotado con la magnificencia que el artista ha volcado en su obra, y que por
lo tanto nosotros no hemos todavía observado lo suficiente.
Para la exhibición en la Fundación Cartier para el arte contemporáneo,
Mueck puso al día su Mother and Child.
En su permutación más reciente —Woman
with Shopping—, madre e hijo parecen haber salido a hacer las compras: el
bebé está sujeto al cuerpo de su madre dentro de una especie de bolsillo, que a
su vez está debajo de un sobretodo cuyos botones tiran por la presión del niño,
mientras la madre carga pesadas bolsas en cada mano. Cuando vi por primera vez
la obra, cuando todavía estaba en proceso, no quedaba claro lo que revelarían
las facciones del bebé, pero la madre ya tenía esa mirada distante que
contradice de modo lacerante su absoluto entrampamiento en el rol de proveedora.
A pesar de las décadas que separan a los dos artistas y de la crucial
diferencia de género que califican sus puntos de vista divergentes, esta obra
nos recuerda poderosamente al totémico Persistent
Antagonism (1947-49), de Louise Bourgeois, y sus variadas versiones del
tema de la “mujer con paquetes” en su idea de la femineidad como una
acumulación de cargas: los hijos, las cosas y el propio cuerpo de la mujer.
IV
El estudio de Ron Mueck ocupa una anodina estructura de dos pisos al pie
de un callejón empinado de un vecindario de clase media baja del norte de
Londres. Está lejos del ambiente del arte en boga, al igual que el pintoresco
centro histórico de la ciudad. Se parece a esos cielos de ciudad que se ven por
las ventanas de los cuadros de Lucian Freud, salvo que carece de esa sordidez
bohemia que tanto enamoraba al sobrino dandificado del tío Sygmund, y también
porque la gente de la calle es de todos los colores, como corresponde a este
multicultural ex centro del Imperio. Y ese es el caso, cada vez más, en la
escultura de Mueck, por más que la diversidad cultural nunca haya sido —hasta
donde yo sé— un factor en la obra de Freud. Y traigo a colación a Freud no solo
porque él y Mueck son, a su manera, realistas sociales —y a veces incluso
artistas costumbristas—, sino porque Gran Bretaña tal como la personifican sus
retratos, que mezclan equitativamente la precisión sin mancha con la corrosiva
sátira, ha cambiado radicalmente en las últimas generaciones, así como ha
cambiado el anteriormente rígido sistema de clases. La Gran Bretaña de Freud
era un anacronismo nostálgico; la de Mueck es contemporánea.
Freud era un producto de la diáspora de los judíos de Europa Central, y a
su manera, fue el “central-marginal” definitivo: un camaleón social y cultural
que se aislaba a trabajar pero que se desenvolvía con igual naturalidad entre
aduladores de los bares del Soho y entre caballeros de alcurnia en los clubes
de hombres. En contraste, Mueck —cuyo padre era alemán— es un producto de
Melbourne, Australia, uno de los rincones más remotos del Commonwealth. El
negocio familiar incluía la fabricación de marionetas y muñecas, estas últimas
usualmente vestidas con uniformes escolares en miniatura que asemejaban a los
utilizados por los hijos de la clientela japonesa que las encargaban como
efigies conmemorativas de los primeros logros académicos de su prole. Mueck
llevó esa “escolaridad hogareña” al diseño de vidrieras de grandes almacenes de
su ciudad, mientras experimentaba con la ilustración comercial y el dibujo de
historietas. Pero recuerda que se trababa a la hora de escribir una historia.
“Yo había soñado los personajes y el mundo que habitaban —un barco pirata en
una isla—, pero no podía imaginar cómo interactuaban, que hacían juntos. Así
que iba a la escuela y miraba a la gente y me preguntaba de qué estarían
hablando”. Es difícil imaginar lo que esa combinación de alienación y
curiosidad podrían haber producido en términos de historietas de acción
adolescente —¿enigmas gráficos con diálogos estilo Pinter en globos de texto?—,
pero la observación de este tipo sigue siendo el predicado básico de la
escultura de Mueck, siendo el movimiento suspendido un elemento implícito y esencial
en todas sus piezas, lo que da al espectador la oportunidad de proyectar
explicaciones narrativas sobre el evidente personaje y cuidadosamente
articulado comportamiento de sus figuras.
Regresemos por ejemplo a la pareja a la que me refería previamente, Young Couple. Un joven parado junto a
una joven. Él la supera en tamaño y la mira con concentración e intensidad. ¿Y
ella a él también, o ella ha apartado levemente la mirada para asimilar el
golpe que le produjeron sus palabras? ¿Van de la mano, como parece a primera
vista? Por cierto que no, ya que él la agarra con fuerza de la muñeca, se la
tuerce para que no se le escape nada de lo que él le diga, se la tuerce para
que ella no solo no escape, sino que sea llevada por la fuerza a casa, con el
énfasis agregado —la punción muscular— del dolor.
En una conversación mantenida a la hora del té en la atestada casa
rodante que tiene estacionada frente a su estudio y que usa como refugio cuando
los vapores producidos por los materiales en los que moldea sus figuras se
vuelven sobrecogedoramente tóxicos, Mueck explica que el motivo para hacer esas
escultura fue su deseo de capturar la ambigüedad de la relación de pareja y más
particularmente el impacto del gesto del muchacho. “Me parecía realmente
impactante. No quería atiborrar la escena con demasiada historia. Podría
significar diez cosas distintas. No quise fijarlo. Alguien que vio la obra me
dijo que le parecía un “apretón protector”. Las mayores debilidades del arte
costumbrista son la falta de confianza en el público y el intento de
manipularlo, ambas cosas surgidas del temor a que una persona promedio no
entienda el punto o no sienta algo. Mueck no tiene miedo y el significado de su
obra sigue abierto.
V
¿Y cuál es la historia del otro adolescente, ese que está parado solo, en
Youth? Es negro y se levanta la
remera manchada de sangre para mirarse una herida que tiene en el costado del
torso. La escena ha ocurrido en Inglaterra, donde el uso letal o casi letal de
cortaplumas como armas se ha transformado en epidemia. Las cosas se han
complicado tanto últimamente, que si uno lleva una navaja común en el tren que
atraviesa el Canal de la Mancha con destino a Londres, el objeto será
confiscado. Por supuesto que la herida de este chico está exactamente donde hirieron
a Jesús con la lanza cuando pendía de la cruz, exactamente donde Tomás, el
discípulo escéptico, metió sus dedos cuando Cristo se presentó ante sus
discípulos después de la resurrección. Ya que a Mueck le cuesta inventar
historias, ¿será que tomó prestada deliberadamente una que apela a la mente de
los cristianos? ¿Es una evocación activa o simplemente está mostrando una
circunstancia en la que esa historia puede salir a la superficie entre muchas
otras interpretaciones posibles? En cualquier caso, ¿esa historia que
sobrevuela la obra le confiere al delgado jovencito un estatus de mártir, o su
sufrimiento es simplemente un episodio incidental en una larga historia de
violencia urbana cargada de alusiones raciales?
¿Y quién es ese hombre flotando encima de una colchoneta inflable, ese
tipo con entradas en el pelo, anteojos de sol y brazos abiertos, como si no
tuviera nada que hacer y nada de qué defenderse, en la obra Drift? Miren sus bermudas de baño, tan
poco sexis, tan poco chic, y su cuerpo tan poco trabajado y al mismo tiempo,
extrañamente, tan de muchacho. ¿Y qué decir de esa expresión inescrutablemente
vacía y al parecer perpleja de su rostro? Dado su poco atractivo atuendo
general y su para nada repelente sencillez, ¿por qué nos recuerda tanto a la
demoníaca némesis auto-clonante del mesiánico Neo en la trilogía Matrix? ¿Se trata de una referencia
cruzada accidental o intencional? En el presente estado de mutación y migración
irrestricta de la imagen, esas elisiones perceptuales son imposibles de
prevenir, y una vez que ocurren, igualmente difíciles de desterrar de la
memoria. ¿Y por qué, finalmente, el hombre parece estar alzándose verticalmente
más que flotando horizontalmente? ¿Acaso su posición recostada es de hecho una
pantomima a cara de perro de la Crucifixión, y su elevación una alusión a la
Ascensión? ¿Estamos nuevamente en la Biblia o en un balneario?
¿Y qué decir de la pesada pero igualmente diminutiva mujer doblada hacia
atrás mientras abraza un ato de ramas, en Woman
with Sticks? (Como contraste, comparen estas últimas esculturas con el
gigantesco pollo desplumado de Still Life).
¿Quién es esta mujer? ¿Por qué está desnuda? ¿Qué significado tiene ese asomo
de sonrisa en su cara y ese brillo en sus ojos? Es más, siendo de un tamaño tan
pequeño, ¿a qué le debe el poder de su presencia entre nosotros? ¿Cómo puede
ser que parezca dominar la sala, cuando su escala, su postura y su carga la
colocan en una situación tan desventajosa respecto de un espectador libre de
molestias que se para junto a ella a observarla?
¿Acaso nos hemos alejado de pronto de la “real” realidad para ingresar en
una especie de universo paralelo, de tipo onírico o surrealista, sin que sea
abiertamente alucinatorio o estilísticamente estrambótico? La cultura popular
está repleta de fábulas sobre la porosidad de la conciencia en ese sentido,
sobre ese movimiento virtualmente indetectable de ir y volver a través de esa
frontera entre lo cotidiano y lo que no es de este mundo. Pero por mucho que le
haya servido su época de aprendiz con Jim Henson y los Muppets —uno de los trabajos que siguieron al de vidrierista— y por
más que sea un hombre de su época y que su época haya presenciado una
sorprendente expansión y refinamiento de la tecnología cinemática de los
efectos especiales, donde la realización de marionetas y modelos a escala
compite cabeza a cabeza con la animación digital en la generación de la imagen
más convincente, Mueck no está realizando objetos novedosos para el vasto
mercado de los muñecos de fantasía y ciencia ficción a escala, aunque utiliza
muchos de los mismos trucos de esa profesión. Sus viñetas escultóricas forman
parte de situaciones que no tienen ni principio ni fin, sino solo intermedios
inciertos, situaciones que no existen por fuera de sus encarnaciones
individuales como objetos solitarios, algo parecido a las igualmente asombrosas
“pinturas vivientes” (tableaux-vivants) de Gregory Crewdson, que existen casi
como películas de un solo cuadro sin storyboard, aunque con no tan poco
argumento. Hay un género del arte costumbrista que es distintivo de fines del
siglo XX y principios del XXI: es enfáticamente corpóreo, visualmente excesivo
y, en el caso de Mueck, es una evocación abrumadoramente háptica de lo que
podría ser pero de hecho nunca fue, de mundos que son alternativamente plausibles
y otras veces directamente implausibles, inescapables, incluso opresivos, como
el nuestro.
VI
En Mann in Boat, un hombre está
sentado de brazos cruzados en la proa de un largo bote. Está desnudo. Dejemos
que sir Kenneth Clarck se encargue de explicar la diferencia entre un adonis
clásico y un tipo sin ropa; nosotros reconocemos la desnudez cuando la vemos,
porque el cuerpo se estremece o se nos pone la piel de gallina. El hombre
podría estar temblando, pero los brazos cruzados parecen reflejar otra cosa.
Más bien parece inclinado hacia un lado, con la mirada clavada en un punto
situado a una distancia intermedia. Es corpulento, pero no gordo. Sus pechos de
hombre ya han comenzado a transformarse en suaves bultos andróginos. La
protuberancia del vientre se cierra en un pliegue sobre el pubis, donde el
vello ralo se junta en una mata sobre el pene, que brota apretado de entre las
piernas, completamente despojado de todo orgullo de fálica virilidad, aunque
también completamente despojado de cualquier pudor sexual. Como dije, está
desnudo, pero también está admirablemente desguarnecido para un hombre poco
atractivo de mediana edad y expuesto hasta ese punto. Su cabeza ladeada denota
inseguridad y dudas, si bien parece más curioso que amedrentado. Su boca, su
pronunciado prognatismo, tan vez sea signo de debilidad para los observadores
más insensibles, pero es su boca y cuando nació, nadie le consultó sobre su
configuración dental, y a esta altura del partido ya no puede hacer nada,
aunque si pudiera —la cirugía plástica logra maravillas en el corto plazo—, lo
sacaría de la incómoda situación en la que se encuentra, la incómoda situación
de estar desnudo y, por decirlo llanamente, la incómoda situación de “ser”. En
consecuencia, sus ojos enrojecidos por la falta de sueño contemplan el
horizonte o cualquiera sea la bruma que lo oculta, arquea una ceja y piensa:
“¿Y ahora qué sigue?”. Es una situación en la que el “sigue” puede llegar más
temprano o más tarde, y llegue cuando llegue no traerá la salvación, sino por
el contrario, traerá el final diferido pero definitivo, inexorable. Los ojos
enrojecidos, los mechones de vello púbico y el pene retraído son lo que Roland
Barthes, si se tratase de una fotografía, llamaría el punctum. Son los
indicadores que delatan la singularidad de una foto entre muchas otras
similares, signos que apelan al espectador, que se pegan al espectador, y sobre
los cuales el espectador proyecta su experiencia personal, sus asociaciones,
emociones, esas facetas agregadas del arte de las cuales dependen nuestro
afecto y nuestra comprensión más fresca.
En un nivel, podría suponerse que el hombre pálido y desnudo está a bordo
de la barca de Caronte pero sin el barquero. O tal vez sea el único
sobreviviente de un desastre en altamar. O el arquetipo de esa imagen que a
veces nos visita en sueños y que consigna nuestro temor a quedarnos desnudos en
público. Lo que importa, sin embargo, es que el hombre es su absoluta
singularidad: no es “el” hombre, sino “un” hombre. Es más, si este hombre está
considerando la perspectiva de la muerte, se trata solo de su muerte, una
muerte enteramente individual, que tendrá los rasgos antes mencionados y la
modestia o inmodestia de la actitud de ese hombre para desaparecer del mundo
para siempre.
Esas consideraciones y ese imaginario tienden a hacer que el público más
sofisticado, siempre infatuado con ideas abstractas y formas abstractas, se
acobarde. Y también hace se acobarden los menos sofisticados, aunque sobre todo
porque implican una violación del decoro social que ya está permitida en el
mundo del entretenimiento pero que todavía hace fruncir el ceño en el mundo del
arte. Pero la razón fundamental por la que el hombre del bote nos pone
incómodos es la misma por la que nos da pudor recorrer las anécdotas o
parábolas que describen los cuadros de los siglos XVII, XVIII y XIX: el
verosímil nos toca demasiado cerca. Mueck tiene un truco para lograr eso. No
deberíamos culpar al mensajero en nuestro esfuerzo por desviar el mensaje, sino
agradecerle, mientras cada cual se ocupa de la propia incomodidad individual
que la obra de Mueck genera en cada uno de nosotros.
*Robert Storr es artista, crítico y curador. Entre el
año 2000 y el 2012 fue curador y luego curador en jefe de pintura y escultura
del Museo de Arte Moderno de Nueva York, MOMA. Entre 2002 y 2006 fue titular de
la cátedra de Arte Moderno Rosalie Solow en el Instituto de la Universidad de
Nueva York, y desde 2006, es decano de la Escuela de Arte de la Universidad
Yale. Fue el primer curador oriundo estadounidense en ser nombrado director de
la Bienal de Venecia en su edición 2007, y también ha organizado muestras en Australia,
Inglaterra, Japón y España, así como en varios lugares de Estados Unidos. Es
autor de numerosos libros y catálogos, y sus textos han sido publicados con
regularidad en Art in America, Artforum, Art Press, Corriere della Sera, Frieze
y Parkett.
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