En el centro del día, tirado en el montón
de sardinas viajeras de un coleóptero de abdomen blancuzco, un pollo de largo
cuello desplumado arengó de pronto a una, tranquila, de entre ellas, y su
lenguaje se desplegó por los aires, húmedo de protesta. Después, atraído por un
vacío, el pajarito se precipitó sobre él. En un triste desierto urbano, volví a
verlo el mismo día, mientras se dejaba poner las peras a cuarto a causa de un
botón cualquiera.
Raymond Queneau.
“Metafóricamente”, en Ejercicios de
estilo.
En ese imprescindible libro llamado Ejercicios de estilo, Raymond Queneau
confeccionó una serie de variaciones sobre un único tema utilizando en cada uno
de los escritos un eje formal rector –la subjetividad, la síntesis, el verso
alejandrino, entre las 94 posibilidades- a partir del cual narrar ese
acontecimiento absolutamente trivial. Su sentido, la gracia que se desprende de
la seriedad con la que se repite un episodio absurdo, sólo aparece al mirar el
conjunto y constatar el juego de similitudes y diferencias que se establecen
entre cada uno de los pequeños relatos.
Este texto, en su aparente simplicidad, se me presenta como una de las
mejores definiciones del autor cinematográfico, entendido como aquel que puede
articular insistentemente una misma idea valiéndose de una multiplicidad de
mecanismos para hacerla visible. El ejercicio de Queneau, pensado tal vez como
una humorada, pone en evidencia una lógica que se aplica sólo a unos pocos
realizadores del cine contemporáneo, entre los que se encuentra David
Cronenberg.
Buscando desentramar algunas
particularidades de su estilo, la cita al escritor francés me sirve como una
excusa ideal para enfocar el análisis en dos cuestiones que considero
centrales: Queneau era un artista interesado, al igual que el canadiense, en
las ciencias duras y en el modo de entablar un diálogo desde su arte con los
criterios utilizados por las disciplinas aparentemente más distantes de su
horizonte –las matemáticas, la física, etcétera-. Por otro lado, el epígrafe
resulta particularmente rico al adoptarlo como metáfora –cuestión que por otra
parte está presente en su título mismo- de aquello que representa la mayor
preocupación del director en cuestión: las vicisitudes del cuerpo, de la carne,
en un mundo dominado por la biopolítica y por sus transformaciones vivenciadas
en la sociedad contemporánea. Siguiendo este eje, pretendo realizar algunos
apuntes sobre sus films para prestar atención al modo en que se inscriben
cuestiones como la anatomía, sus mutaciones, el dolor, las relaciones –el sexo,
el amor, pero también las tácticas de control-.
Más allá de atender a las persistencias
-las que, en su caso y sin exagerar demasiado podrían calificarse de
obsesiones-, también resulta interesante dar cuenta de los cambios internos
para evidenciar las variaciones dentro de un estilo claramente reconocible,
fundamentalmente al tener en cuenta que su dilatada carrera se extiende desde
finales de los años sesenta y continúa en la actualidad.
Prolegómenos:
La ciencia, la literatura, el arte.
Según los datos biográficos, sabemos que su
formación no estuvo originalmente ligada al cine sino al estudio de las
ciencias en la Universidad de Toronto, carrera que abandonó por la literatura.
Una tercera área de interés se desprende de su acercamiento a las artes
visuales. Se tratan de elecciones que, aunque aparecen a primera vista como
extrañas, permiten entender una búsqueda particular que una manifestación palpable en su propia
obra. Borges decía que cada escritor crea sus propios precursores. En el caso
de Cronenberg, la formulación de un árbol genealógico en el que quedan reunidos
momentos e idearios aparentemente incongruentes, apunta a la construcción de un
mundo alejado del ideal clásico, al abierto regodeo con el feísmo y lo
aberrante y, no menos importante, a la puesta en duda del ideal de progreso
producto de los avances científicos. En el establecimiento de su propia mirada
sobre estos problemas es donde el diálogo con algunas tradiciones filosóficas o
artísticas particulares se torna hondamente productivo.
Anteriormente se mencionó la importancia
que el cuerpo adquiere en su cine. Aunque podría decirse que la totalidad de su
filmografía está atravesada por una reflexión sobre esta cuestión, en su
mayoría el pensamiento que se elabora sobre el cuerpo se asocia específicamente
a la explicitación de los efectos que la ciencia tiene sobre los sujetos. En
varios films se reitera la figura de científicos o creadores (Shivers (1975), The Brood (1979), Rabia
(1977), La mosca (1986), Pacto de amor (1988), eXistenz (1999)). Sus actividades, los
experimentos que realizan, son, más allá de núcleos argumentales fuertes, el
vehículo mediante el cual se actualizan algunos dilemas individuales o
sociales.
Si su formación científica se evidencia
como un rasgo constante, su relación con la literatura ha marcado también una
huella fuerte. No sólo porque muchas de sus obras son transposiciones de obras
literarias (El almuerzo desnudo, de
William Burroughs: Crash, de J. G.
Ballard o La zona muerta, de Sthepen
King, entre las más conocidas) sino también porque el vínculo con esta
disciplina aparece igualmente anclado en una serie de alusiones, tópicos y
formas que remiten claramente a ciertas corrientes que moldean su ideario. Así,
su cine se configura como un compilado de lecturas aparentemente tan diversas
como la novela romántica, las obras de la generación beatnik, pasando por las expresiones literarias y filosóficas del
existencialismo. Más allá de una filiación reconocida, sus films no se
presentan como objetos subsidiarios de lo literario. El despegue de la palabra
escrita aparece en la importancia que adquieren las opciones de puesta en
escena, entendida como principio de organización de un arte autónomo. De esta
manera, las adaptaciones que realiza no aparecen como transcripciones puras
sino que, por el contrario, sus autores de cabecera se incorporan a la propia
idea de mundo, la cual busca sus medios de expresión en el tratamiento de la
imagen y el sonido que constituyen su marca personal. Así también, dentro de la
órbita de las artes visuales podrían encontrarse aires de familia con varias
tendencias del Siglo XX, particularmente con la pintura de Francis Bacon o, más
cercanas a en el tiempo, con las performance de artistas como Orlan y Bob
Flanagan, quienes, al igual que este director, concretaron sus obras a partir
de la exhibición de las atrocidades de la enfermedad y la ciencia sobre los
cuerpos.[1]
I.
Los
primeros años
Si su etapa formativa lo ubica en contacto
directo con estas disciplinas, su ingreso al campo cinematográfico se produce
en un momento histórico que tendrá también una clara influencia. Sus inicios se
concretan dentro del linde entre los últimos coletazos de la modernidad y el
inicio de una etapa en la cual la política de los autores marcaría su declinación
como forma contestataria. Asimismo, el final de los años sesenta –momento en el
que se produce el estreno de Stereo
(1969), su ópera prima- está caracterizado por la rearticulación del predominio
de Hollywood y, por ende, por la recuperación de una lógica de producción
sometida a la prerrogativa de atraer al máximo posible de público entendido
como consumidores. Así también, sobresale en esta etapa un renacimiento de los
géneros como aquellas plataformas que, en algunos casos, como este, sirvieron
para expresar –en alguna medida- una mirada propia sobre el entorno.
Esta primera fase de su producción –situada
entre Stereo y Videodrome (1983)- se define por la apropiación y reelaboración de
dos géneros considerados menores dentro de la tradición mainstream: el thriller y la pornografía. En su caso, ambos
posibilitan el establecimiento de una mirada sobre lo corporal que se
manifiesta, por un lado, en la construcción de universos en los que la
tecnología cumple una función de manipulación y control colectivos, en tanto
que las alusiones al porno brindan el marco para una indagación profunda sobre
aquello que constituye el resquicio más íntimo de lo corporal: la sexualidad.
Cronenberg utiliza ambos formatos y se vale ellos para desmontarlos críticamente.
En sus películas, los mecanismos habituales del thriller –la acción por encima
de las cavilaciones reflexivas, las relaciones entre individuo y conjunto y,
sobre todo, la figura del enemigo como amenaza al statu quo- adoptan una forma subversiva. Shivers inaugura una
serie de películas cuyo tema principal radica en los efectos que las
enfermedades tienen en una población. En el film, un parásito desarrollado por
el Dr. Hobbes para combatir el avance del racionalismo en los habitantes de una
torre deviene festín sexual en el que el desborde del contacto corporal
contamina las relaciones en tanto se propaga la enfermedad. De entrada nos
encontramos con una broma autoconsciente: el nombre del científico remite al
filósofo Thomas Hobbes, el referente principal del empirismo, corriente opuesta
al racionalismo representado por Descartes.
El factor de amenaza no se postula como
causa exterior sino que la misma se transmite entre los habitantes y los vuelve
partícipes de la propagación de la epidemia. Distanciado de la visión clásica
del thriller en la que el enemigo es reconocido como una fuerza ajena, en esta
película la enfermedad surge del accionar de los propios cuerpos. Así también,
la peste adquiere un significado particular: es ella la que posibilita la
aparición del comportamiento real de los habitantes de la Starliner Towers
–miembros de una burguesía a la que el film acusa- al exhibir sus bajezas. La
enfermedad se torna metáfora en cuanto facilita la denuncia contra una sociedad
controlada en sus mecanismos más recónditos. Por otro lado, la propagación del
mal permite la aparición de una sexualidad que, no obstante, dista de
plantearse como gozosa. La apelación a la iconografía explícita típica del
porno actúa, al revés de lo que podría pensarse, como excusa que propicia la
apertura a un cuestionamiento a la falsa liberación sexual que, en definitiva,
busca el encausamiento del comportamiento social. Al transfigurar ambos
esquemas se desprende el sentido de la apelación a los géneros, el cual queda expuesto
cabalmente en la resolución del film. En él, los desvaríos sexuales producidos
por la enfermedad son encaminados y doblegados. Lejos de pensarse como una
celebración del goce y el exceso, el pesimismo del director postula una crítica
a la seudolibertad. Si ubicamos a esta película en relación con su contexto de
producción –los años de explosión de los discursos sobre el amor libre- ,
podemos juzgar su postura negativa como un guiño nada complaciente.
Rabid
(1977) apela nuevamente a la enfermedad como núcleo dramático aunque en este
caso el film se desarrolla desde la óptica de un personaje en particular. Una
mujer joven se somete a una cirugía plástica experimental después de sufrir un
accidente. Como resultado de la intervención, se forma en su axila un órgano
pequeño similar a un falo. Mediante la implantación de este cuerpo extraño Rose
deviene una suerte de vampiro que asedia a sus víctimas para transmitirles la
plaga que da nombre a la película. Al igual que lo que sucede en Shivers, la propagación del mal ocasiona
la liberación de las conductas reprimidas de los individuos. Como en aquellas
películas de zombies estrenadas en esos mismos años, la ciudad se torna el
escenario propicio para el despliegue de las persecuciones.
Por su parte, el personaje de Rose encarna
la síntesis perfecta entre una ninfómana perversa y el asesino serial típico de
los films de terror de la época. Sexualidad y muerte se unen en una díada
inseparable, temática que tendrá sus derivaciones en films posteriores
(piénsese en Crash, por
ejemplo). Pero además, la elección
de Marilyn Chambers para ocupar el rol protagónico provoca unos significados
suplementarios. La actriz se
encontraba en el pico de su fama después de su intervención en Detrás de la puerta verde (Artie y Jim
Mitchell, 1972), un éxito del cine erótico de esos años. Se trata de una
inclusión en ningún modo inocente: Cronenberg subvierte el sentido tradicional
del erotismo –concebido desde siempre como un género en el que la mujer toma el
lugar de objeto destinado a la mirada masculina- al convertir a una estrella
del género en victimaria. La escena del cabaret es clave en este juego de
inversiones: Rose ingresa al sitio y toma posición de forma idéntica a la que
asumen los hombres/voyeurs del espectáculo. Ellos se creen los dueños del poder
sin saber que en realidad son el centro de una mirada que los rebaja a la
categoría de víctimas. Así, los mecanismos de la pornografía se desmantelan a
partir de la transgresión de su norma básica.
En ambos films subyace otra cuestión
capital en la obra del director: Las afecciones no son asumidos desde una
óptica negativa sino que, por el contrario, el desorden que produce la peste en
la sociedad se presenta como el estado ideal desde el cual desenmascarar la
falsa moral oculta tras una aparente fachada de tranquilidad. En esta
reivindicación de la enfermedad como acto de liberación aparece el sentido
subversivo de sus propuestas. Estas decisiones son coherentes con la recurrente
representación de lo ominoso y horripilante que conforma el sustrato poético de
muchas imágenes exhibidas en sus películas (pienso en las transformaciones del
cuerpo del protagonista de La mosca o
de Festín desnudo, en los enanos que
aparecen en The brood o en las
operaciones realizadas por los médicos de Pacto
de amor). “La Enfermedad suele tener detalles repulsivos no aptos para
estómagos sensibles” sostenía Burroughs en el prólogo a El almuerzo desnudo.
Aún en aquellos films más distanciados de
la estética gore que predomina en sus largometrajes iniciales, el tratamiento
visual relativo al cuerpo recupera esta tendencia a lo descarnado, a lo
literal. En varias declaraciones el director afirmó que su cine debía ser leído
desde la lógica de la enfermedad. Para él, lo corporal no sólo constituye un epítome
de lo social, sino que su existencia en pantalla sólo es posible en la medida
en que exhibe unos síntomas de desorden. Por ende, no sólo toda forma de propagación sino también de
procreación, o sea, de multiplicación de nuevos cuerpos, son consideradas como
vehículos de destrucción. Siguiendo esto, podemos ver cómo en un film como The brood la noción de familia que
maneja Cronenberg se entiende como la génesis del mal. En ninguna de sus otras
películas se expresa con mayor radicalidad una mirada repulsiva sobre este tipo
de relaciones. Aquí, como sucedía en Shivers,
el terror emerge de aquello que el propio cuerpo es capaz de engendrar.
Si el tópico de la epidemia permitía
ejercitar una mirada sobre el proceder de la sociedad contemporánea, un film
como Videodrome altera la perspectiva
de interés para concentrarse directamente en la descripción de los mecanismos
de control puestos en juego en una era signada por el predominio de la
tecnología. Nuevamente la carne es sede de una invasión, aunque de otro tipo.
Haciéndose eco de los debates sobre el biopoder entendido como la forma de
dominación más sofisticada, dado que es ejercida directamente sobre el cuerpo
de los individuos, este film construye un trayecto narrativo en el que un
empresario de un canal pornográfico desarrolla un chip aplicado al cerebro de
los consumidores. Así, lo que la película describe de manera explícita es el
grado de inserción de los medios
en la vida de las personas. Si el cine moderno instituyó la idea de no
inocencia de toda imagen al evidenciar los mecanismos de construcción de la
ficción, este film dialoga con esa tradición al volver literal (carnal) las
tácticas implementadas por los medios de comunicación en la captación de
consumidores. Apelando
nuevamente a una metáfora corporal, la hegemonía de los mass-media es
representada mediante una literal
intrusión. Desarrollando un salto cualitativo con relación a aquellas distopías
literarias sobre las sociedades de control al estilo del 1984 de Orwell, Cronenberg despliega un nuevo capítulo en el que se
impone su visión confrontativa respecto de dichas estrategias llevadas a cabo
por un poder que no duda en atravesar la carne (de hecho en nuestro país el
film se estrenó con el título de Cuerpos
invadidos) para alcanzar sus propósitos de dominación.
Si en The
brood la amenaza se asociaba directamente con la familia y los nacimientos,
en Scanners el argumento recupera
este último tema desde un enfoque distinto. Una droga aplicada a mujeres
embarazadas ha creado una generación de individuos –los Scanners- beneficiados
con el don de la telepatía. Enfrentados a estos, el relato construye al enemigo
materializado en los representantes de la corporación ConSec interesada en
capturar a estos hombres para utilizar sus capacidades con vistas al control de
la sociedad. La organización dramática es construida de una manera esquemática
y tradicional en la que rápidamente se reconocen héroes y villanos (lo que
quizás haya sido una de las causas de su éxito entre el público, a diferencia
de las anteriores). Asimismo, desde las primeras imágenes el espectador es
conducido a identificarse con uno de los bandos, al proponer a los Scanners
como víctimas aunque sin recurrir por ello al miserabilismo.
La secuencia del centro comercial con la
que se abre el film resulta un ejemplo claro del tipo de trabajo sobre la
puesta en escena que caracteriza a David Cronenberg. Scanners se inicia con unas imágenes de textura realista en la que
se muestra el shopping y a las personas que circulan por allí. Un corte directo
marca el ingreso de un marginal en búsqueda de comida. Frente a la opulencia
capitalista del espacio, su condición de paria queda magnificada por los
efectos del contraste. En este prólogo, rápidamente se evidencia una tensión
que, hasta el momento, se configura como exclusivamente económica. Mientras la
cámara acompaña los movimientos del sujeto, se articula el suspense mediante el
montaje alterno con las miradas de los transeúntes. Cuando finalmente se
dispone a comer los restos de comida que alguien dejó, las miradas se tornan
más incisivas. Una mujer explicita su desprecio al intruso. En este punto,
cuando la tensión del seudodrama de tintes sociales ha crecido enormemente,
Cronenberg hace estallar todo realismo para imponer el artificio. Los movimientos
hacen visible la emergencia de poderes sobrenaturales en aquel hombre con el la
narración nos ha identificado como espectadores. La telepatía se actualiza en
pantalla con toda su carga de violencia liberadora, justiciera, y se dirige
contra aquella mujer despreciable haciendo que sufra de convulsiones. A partir
de este despegue del realismo, el relato se asume plenamente dentro de las
coordenadas de la ciencia ficción. Pero para que esa construcción irreal nos
interpele debe dar cabida primero al reconocimiento de un universo
identificable. Si la secuencia logra estos objetivos se debe a que Cronenberg
maneja a la perfección las herramientas que hacen posible la emergencia de lo
siniestro. En sus películas, lo extraño, lo inexplicable, adquiere su dimensión
terrorífica en la medida en que aparece bajo un contexto absolutamente
familiar.
II.
Si en las primeras películas se desplegaba
una perspectiva más claramente separada de la realidad, en la segunda fase de su producción
–iniciada con La zona muerta (1983)-
el tratamiento de la imagen tenderá a referir a unos universos cercanos. La
emergencia de lo extraño seguirá irrumpiendo con fuerza, aunque en este caso lo
hará dentro de unos entornos reconocibles. Sin dudas una película como La mosca tiende a un progresivo
enrarecimiento de las coordenadas de identificación conforme el relato avanza
alrededor de las mutaciones del protagonista. Pero lo que separa a las
historias de Seth Brundle o Johnny Smith –el personaje principal de La zona muerta- de los desenvolvimientos
de los sujetos en los films de los setenta, es que en ellas lo ominoso se
despliega exclusivamente en el terreno de la intimidad y, en consecuencia, no
produce unos efectos en el conjunto de la sociedad. En este sentido, los films
de la segunda etapa abandonan el examen de situaciones colectivas y se
repliegan en la interioridad de los personajes, haciendo de sus cavilaciones el
foco de interés de los relatos. Haciendo un paréntesis: resulta interesante
observar que, en el contexto de los primeros años de aparición del SIDA -con
toda su carga de paranoia colectiva y desconfianza hacia el otro- sus películas
continúen tematizando cuestiones vinculadas a enfermedades pero desde una
óptica netamente individual.
Más allá del visible cambio de rumbo,
varios de los temas presentes en La mosca
revelan una continuidad con sus afinidades previas. Esta película en particular
se recorta claramente como un paradigma de las conexiones con el discurso de
las ciencias, así como con cierta tradición literaria y artística. Una posible
síntesis de estos intereses se observa en el parentesco no explicitado que la
obra (como otras, anteriores y posteriores) sostiene con un clásico de la
novela de terror como es el Frankenstein
de Mary Shelley. Al igual que en la historia de Shelley, en sus películas la
imagen del científico queda homologada a la figura romántica del creador único
–un artista- que concreta sus descubrimientos ,su obra, en solitario y como
gesto desafiante a las leyes de la naturaleza. Idéntico deseo de
experimentación radical e innovación unen al Dr. Frankestein con Seth Brundle.
Una fijación que, en este último, lo induce a colocarse a si mismo en la
posición de conejilo de indias de sus propios ensayos. Siguiendo el precepto de
las tragedias griegas –otra filiación posible, aunque aquí lo trágico pierde
toda vinculación con algún designio divino-, la concreción de la Hybris o, en otras palabras, la aparición de la desmesura en el héroe que
pretende superar a la naturaleza, es la desencadenante del castigo, la causa de
su muerte. Con esta resolución, que se ubica en sintonía con gran parte de los
casos en los que su cine alude al discurso científico, se fortalece su visión
antipositivista sobre el tema. Como artista de su tiempo, Cronenberg sostiene
una mirada fuertemente pesimista que obtura toda posibilidad de confianza en el
progreso.
Independientemente del diálogo entablado
con estas tradiciones, el film resulta una gran reflexión sobre la decadencia
del cuerpo, como también un discurso sobre el amor entendido como un afecto
doloroso (tema que aparecerá regularmente en su obra posterior). Además –y es
importante no perder esto de vista-, La
mosca es una prueba contundente de que es posible hacer un cine masivo y
entretenido sin renunciar a la enunciación de las propias obsesiones.
Su siguiente película profundiza estas búsquedas. Pacto de amor narra el derrotero de dos
ginecólogos gemelos (genialmente interpretados por Jeremy Irons) imbuidos en
una espiral perturbadora de interrogación sobre la anatomía femenina. En
paralelo a estas experiencias sobre el cuerpo que los conducen al desarrollo de
una variedad de aparatos con los cuales adentrarse en lo más íntimo de la
sexualidad de la mujer, los hermanos constituyen la excusa perfecta para una
reflexión sobre la figura del doble como entidad siniestra. La relación que
entablan con una de sus pacientes a la cual engañan al aparecer como si fueran
uno sólo implica también una vuelta de tuerca sobre las figuraciones de la
realidad y el simulacro. Siguiendo esta lógica, se adhiere a la configuración
realista el progresivo extrañamiento producto de las investigaciones que los
médicos encaran.
La tensión que se establece entre la
realidad palpable y aquellas situaciones inexplicables que la desbordan atraviesa
toda la filmografía del director. Una dualidad que no sólo configura las líneas
principales del relato, sino también el tratamiento figurativo de varios
motivos. Si el cuerpo constituye el tema central de su cine, el tipo de
representación no escapa a esta lógica que busca una unificación entre lo real
y su imagen deformada. En sus películas, los personajes experimentan una
multiplicidad de fenómenos asociados a cuestiones físicas. Injertos, cortes y mutaciones
constituyen algunas de las posibilidades de inscripción de los cuerpos en
pantalla. Pero aún cuando aquellos malestares aparezcan como alejados de todo
horizonte conocido, sus manifestaciones más evidentes se recortan bajo
parámetros hiperrealistas. Volviendo a Scanners:
La escena más célebre del film –la explosión en primer plano de la cabeza de un
personaje- se construye siguiendo este esquema en el que se combina un efecto
extraño en un contexto absolutamente natural. En una época en la que aún no se
encontraban desarrollados los grandes efectos especiales, las imágenes
sobresalen por su autenticidad descarnada.
Por otra parte, las posibilidades de que a
alguien le estalle literalmente la cabeza resulta absolutamente imposible
dentro de nuestras vivencias –como también lo son el hecho de que alguien se
transforme en una mosca gigante o que a una mujer le implanten un micropene en
un brazo-. Sin embargo, el grado de verismo, de literalidad utilizado para
representar las mutaciones del cuerpo conllevan un efecto de incomodidad
producto de su cercanía. Valiéndose de estas estrategias, el cine de
Cronenberg, probablemente como el de ningún otro, logra traducir el malestar de
los personajes en sensaciones físicas en los espectadores de sus películas.
De lo anterior se desprende casi como una
consecuencia natural su deseo realizado de trasladar a la pantalla El almuerzo desnudo de Burroughs. La
novela en sí misma se propone como un viaje por las alucinaciones producto del
consumo de drogas, como el intento de transmisión de unas emociones
intransferibles. Se trata de un conjunto de imágenes inconexas, viscerales, que
adquieren su valor en la medida en que golpean directamente al estómago del
lector. Contenido y forma resultan ideales para la materialización de unas
imágenes revulsivas típicas de la iconografía cronenbergueana.
Independientemente de que el libro haya servido de base para la construcción de
toda una parafernalia visual extravagante –con insectos gigantes, metamorfosis
y muertes-, el film se sirve de estos elementos para ahondar en el discurso
sobre los límites entre aquello que conocemos como el mundo real y las
alucinaciones y experiencias de la imaginación. De esta manera, Festín desnudo construye una historia en
la que se incluyen algunos hechos de la propia vida de Burroughs no presentes
en la novela –el fatídico asesinato de su propia mujer, por ejemplo-. Así
también, aquellas visiones alucinatorias que aparecen constantemente se
articulan y fortalecen dentro de un contexto absolutamente identificable en el
que se mueve el protagonista. Nuevamente, entonces, los planos de la realidad y
la fantasía se intersectan en las imágenes y de este modo el texto original
queda adherido a la poética individual.
Otros dos films radicalizan estas
preocupaciones valiéndose de distintas operaciones en cada caso. En eXistenZ (1999), Jenniffer Jason Leigh
interpreta a Allegra Geller, una diseñadora estrella de juegos de realidad
virtual. En la presentación de su última obra es asediada por un miembro del
público que pretende asesinarla y destruir su creación. Ayudada por Ted Pikul
(Jude Law) logra escapar y ambos ingresan al juego para resolver la
situación. Utilizando los recursos
básicos del thriller de persecuciones, eXistenZ
desarrolla esta historia que, en la medida en que se despliega, tiende a desarticular
todo límite entre aquel supuesto mundo “real” de los personajes y el universo
imaginario del juego en el que están inmersos. El atractivo de la narración,
por lo tanto, resulta de la confusión habilitada por una estructura de cajas
chinas en la que termina siendo imposible discernir en qué lugar se encuentran
los héroes. M. Butterfly (1993), por
su parte, coloca igualmente en primer plano el problema de los límites entre
realidad y fantasía, aunque aquí esta cuestión se manifiesta en la subjetividad
de su protagonista. El film narra el enamoramiento de René Gallimard, un
diplomático francés radicado en China, hacia Cio-Cio San, el personaje femenino
de la ópera Madame Butterfly.
Mediante la relación que se entabla entre ellos, se abre un juego de
enmascaramientos múltiples: la heroína de Puccini es interpretada en realidad
por un hombre, que al mismo tiempo oculta bajo esta actividad su condición de
espía del gobierno chino. Aunque ambos secretos se develan, persiste el
sentimiento en Gallimard. La razón de esto se debe a que su pasión esta
dirigida no hacia el hombre sino a la imagen de ficción representada por la
heroína operística. Entonces, frente a la caída del disfraz que supone la
asunción de la verdad, el protagonista opta por magnificar la fantasía. Su
muerte, tal como sucede en la última escena, sólo es posible bajo los influjos
de aquella ópera, trazando así el instante en que se concreta la unión
definitiva entre el personaje y la obra amada.
Este film ha recibido los mayores dardos
por parte de aquellos detractores del cine de Cronenberg. Sin embargo, el modo
en que encara la cuestión del amor recuerda a otros trabajos en los que el
realizador se ha acercado a este tema. Crash,
su film inmediatamente posterior, se manifiesta como una indagación sobre la
sexualidad y los vínculos amorosos inspirados bajo el precepto de la
disidencia. La pareja protagónica, tras sufrir un accidente automovilístico,
inicia una relación íntima. El trauma sufrido –el equivalente en clave años
noventa de las enfermedades de sus primeras obras- adquiere una dimensión
determinante en la medida en que no sólo posibilita el encuentro entre ambos
sino que también funciona como aliciente para alcanzar el goce sexual. Así, los
personajes se sienten atraídos por todo lo relacionado a choques, a la
velocidad, a las mutilaciones y al dolor.
Con esta película se abre un nuevo capítulo
que apunta a la importancia de la tecnología –los autos en este caso- en la
conformación de una corporalidad contemporánea. En este sentido, el lugar
ocupado por las máquinas se patentiza en las escenas en que los protagonistas
descubren que el acto sexual puede experimentarse de una manera radical sólo
cuando se ponen en contacto con los automóviles. Así, lo que en un principio se
percibía como símbolo de destrucción se resignifica en su opuesto. Pero también, el realizador se sirve de
la repetición del acto traumático fundacional para enlazarlo a otro de sus
temas recurrentes: el punto en el que se encuentran y confunden las
experiencias vividas con sus representaciones ficticias. El papel jugado por
Vaughan, el hombre que monta un espectáculo en el que recrea el accidente en el
que muere James Dean, se configura como la instancia clave de la que emerge
nuevamente una nueva articulación cinética entre realidad y fantasía. Pero en
este caso, a diferencia de lo que ocurría en M Butterfly, es la realidad descarnada de la muerte la que alcanza
el status de obra de arte.
Crash
genera a su vez conexiones con algunos presupuestos de las vanguardias de
principios de Siglo XX. Si el futurismo pretendía una fusión entre el hombre y
la máquina, el film se hace eco de esta idea que retorna incesantemente en el deseo de los personajes. Pero
también, en la muerte convertida en espectáculo se intuye una voluntad, también
cercana a los postulados de vanguardia, de unión entre el arte y la praxis
vital.
III.
En la evolución de su estilo se perfila una
última fase en la que se agrupan sus más recientes producciones estrenadas
hasta la fecha. En esta etapa la atmósfera de irrealidad desaparece
definitivamente haciendo que las historias se desplieguen sobre el trasfondo
unos ámbitos reconocibles. Los preceptos de la ciencia ficción se dejan de lado
para abordar unas narraciones fundamentalmente a partir de la exposición de la
dimensión psicológica de los personajes.
Quizás Spider
(2002) se presente como un punto de transición en función de que su relato se
estructura como un movimiento oscilatorio entre el presente y la actualización
de los recuerdos (no ya las fantasías o alucinaciones) de su protagonista.
Nuevamente aquí la experiencia traumática se traduce en locura. La transmisión
del dolor es producto de una narración que se adhiere completamente al punto de
vista del personaje. Posiblemente se trate del film más difícil del director,
en la medida en que también se eliminan los grandes momentos de acción y sólo
permanecen las cavilaciones internas. Spider
es una obra depurada, ascética, pero no menos obsesiva que las anteriores. El
costo de este vuelco radical se tradujo en la dificultad para recuperar el
dinero invertido. Su carrera continuará, entonces, por un camino que, sin
tomar distancia de sus inquietudes
fundamentales, busca los medios de lograr una repercusión masiva. Una historia de violencia (2005) y Promesas del Este (2007) son, en efecto,
sus films más taquilleros y de mayor presupuesto hasta el presente. Y el mérito
de esto recae, independientemente de otros factores externos, en las decisiones
de puesta en escena, en su pericia al momento de articular una narración sólida
mediante unas imágenes potentes. Alejadas de los efectos especiales que abundan
en las películas de acción contemporáneas, estas obras se distinguen por una
perfecta síntesis entre la exposición de dilemas internos y la manifestación de
una carnalidad exasperada. La escena de la pelea en el sauna de Promesas del Este resume este
virtuosismo evidenciado en el manejo del tiempo, en el uso de un montaje
abrupto y casi musical, y en su habitual capacidad para exhibir con crudeza la
violencia sin necesidad de artilugios. El estremecimiento que sentimos al
presenciar cómo el héroe atraviesa con un cuchillo el ojo de su contrincante
simboliza toda una trayectoria en la que su cine ha buscado shockearnos –al
igual que aquel famoso corte del ojo de Un perro andaluz (1928), obra
fundacional del surrealismo cuyo legado ha sido bien aprendido por el director-
desde la transmisión de una fisicidad sufriente. Nadie como Cronenberg ha
podido mostrar con tanta belleza la insoportable finitud del cuerpo humano.
JORGE SALA
PUBLICADO EN LA REVISTA ARTEXTO N 5
[1] En su ensayo Malas y perversos: fantasías en la cultura y
el arte contemporáneos, Linda
Kauffman traza una red de artistas constructores de una “antiestética”
responsable de impugnar los preceptos que sustentan al canon dominante en la
que incluye trabajos sobre los performers mencionados junto a un interesante
análisis de la obra del realizador canadiense.
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